La Jornada Semanal, 4 de enero de 1998
El escritor francés Michel Leiris es autor de una vasta producción, en la que destaca La edad de hombre, donde relaciona la literatura con el arte y los ritos de la tauromaquia. En este retrato, vincula el erotismo de Bataille con una figura obligada en el repertorio de la seducción: Don Juan.
Siempre me gustó que el Don Juan de Da Ponte y Mozart haya sido titulado un dramma giocoso. No creo que la grandeza pueda ganar algo dándoselas de grandeza. Todo lo contrario: el que va más lejos y más arriba es el que para caminar o trepar no se carga con botas pesadas. Si Georges Bataille invocó con frecuencia el ``regocijo'' nietzscheano, ¿era acaso porque sabía que la grandeza no puede exhibirse como tal sin imponerse una medida por ese mismo hecho?
Que la obra entera -o casi- de Georges Bataille se haya colocado bajo el signo del erotismo, responde ciertamente a un gusto y se ve además justificado por una filosofía (no hay mejor camino que el erotismo, esta apertura entre las aperturas, para acceder aunque sea un poco al vacío inasible de la muerte). Pero pienso también que existe ahí una toma de partido, y que el partido elegido es una cuestión de método. Optar por el placer carnal como eje de referencia ¿no es, al situarse deliberadamente del lado del libertinaje, eliminar todo riesgo de eviscamiento en una grandeza demasiado encorsetada para ser considerada la grandeza soberana? Atacar desde el principio la más fundamental de las prohibiciones (la que regula y humaniza el comercio animal de los sexos) ¿no es también proclamar que uno no alcanza la verdadera moral sino en un más allá de la moral, y que no hay procedimiento válido que no sea una ruptura de límite?
¿No será, finalmente, por la provocación que representa una obra tan insolentemente orientada -indicar desde el principio toda la importancia del desafío-, el medio por el cual un hombre se afirma irreductiblemente en un modo que encuentra su expresión extrema en el heroísmo del Don Juan necio en su malignidad aun frente a la terrible evidencia de la estatua del Comendador?
Desde hace mucho me parece evidente que Georges Bataille, comprometido en un camino distinto al del embuste desvergonzado, es a su manera un Don Juan. No veo que exista en nuestros días un escritor cuyas palabras -con ayuda de las cuales se enmascara y desenmascara casi en el mismo instante- se conviertan hasta ese punto en los instrumentos de una seducción personal. Como Don Juan, conmueve, tima y con frecuencia escandaliza, emitiendo los horrores que estremecen a Leporello. Pero trágico, razonador, humorístico o blasfematorio, bajo cualquier registro que use, ese seductor -que recurre con gusto al travestismo del seudónimo y toma a veces un aireÊde Barba Azul que tantos cantantes de ópera le dan a Don Juan- es un escritor que fascina y de quien nadie dudaría que, a instancias del convidado de piedra, desplegaría sus encantos.
Todo el deseo humano bajo sus múltiples formas, que en la escala de la moral tradicional se ven como las más nobles o las más viles, pasa a través de las palabras de ese místico del exceso que tiende a engatusar a sus lectores y a volverlos sus cómplices, como lo habían sido para Don Juan -aun arriesgando el pellejo- los ``mil y trois'' del Aire del Catálogo. Lo que subyuga en la particularidad de su escrito es lo infinito de ese deseo humano, expresado en un lenguaje donde sale a la luz ``la nota eterna, el estilo eterno y cosmopolita'' del que habló Baudelaire, y se reconocerán tarde o temprano como dominantes en el bromista pesado que nos enseña cómo uno no puede ``vivir su vida'' más que viviéndola, pura y ardientemente, de la manera vertiginosa en que uno viviría su muerte y, a la vez, en una exuberancia sin freno.