La Jornada Semanal, 4 de enero de 1998
Sara Sefchovich combina con habilidad la sociología con la literatura. Su novela Demasiado amor tuvo enorme éxito de lectura. En este ensayo, Sefchovich se ocupa de los híbridos transculturales, la exigencia de color local que la crítica extranjera tiene hacia la cultura de América Latina y la renuencia norteamericana a aceptar su múltiple ascendencia cultural. La autora defiendeÊuna cultura abierta, ajena a cualquier folclorismo y a toda etiqueta ``representativa``.
En los años cincuenta se inició un esfuerzo sistemático por comprender al ``otro'': ese ser diferente de cuya existencia sabían los europeos desde tiempos de Marco Polo pero al que descubrieron cuando tuvieron lugar las luchas descolonizadoras en çfrica y Asia. A partir de los años sesenta, surgió una importante producción teórica que abrió nuevas perspectivas para el estudio de grupos sociales cuyas referencias estaban más allá de las hegemónicas: las mujeres, las etnias, los negros. Gracias a esos esfuerzos por crear un pensamiento diferente, aprendimos a poner en duda nuestras premisas ideológicas y nuestros paradigmas respecto a los demás, a nosotros mismos y a la cultura en general.
Hoy en día, los grupos progresistas en las universidades norteamericanas hacen a partir de aquellas teorías lo que llaman lecturas ``transculturales''. Eso significa tratar de entender los productos de otras culturas, tanto filosóficos y religiosos como artísticos y literarios, de la vida cotidiana y de las mentalidades. Se trata de una propuesta teórica y metodológica que desde mi punto de vista tiene un doble origen: el primero, un deseo genuino por conocer al otro, ya sea porque interesa, porque causa placer o porque sirve para algún fin; el segundo, un deseo de reparar (``curar las heridas'', dice Marie Louise Pratt). La reparación tiene a su vez dos sentidos: por una parte, reparar para ese ``otro'' al que tanto tiempo se descalificó, se trató mal y hasta de plano se olvidó. Es decir, ``nosotros'', los que hasta hoy hemos sido el centro del mundo (blancos, varones, adultos, heterosexuales, europeos y norteamericanos), debemos empezar a considerar que existen los demás y que ellos también tienen algo que decir (``¿Pueden los subalternos hablar?'', es la célebre pregunta de Spivak; y la no menos célebre respuesta de Santos es: ``Sí, sólo que ustedes no los han escuchado''). Por otra parte, reparar se refiere también a hacerlo para ``nosotros'' mismos (los blancos, varones, heterosexuales), en una reacción lógica que proviene del hecho de que hemos dejado de ser el centro, de que ya no encarnamos el canon y modelo únicos al cual todos quieren imitar, y entonces no sabemos ya cuál es nuestro lugar en el mundo, dentro de esa multiplicidad de culturas y voces que ahora han salido a la luz a reivindicar su existencia y su diferencia y entre las cuales, paradójicamente, ``nosotros'' somos minoría.
El interés transcultural nace, pues, al mismo tiempo de un deseo humanista y de uno egoísta, es decir, de una voluntad por entender los códigos, las lógicas, las gramáticas y los símbolos distintos de los propios, pero también de una voluntad por ponerles límites y encerrarlos dentro de las certezas de una conceptualización, una metodología y un orden conocidos. Quienes esto proponen quieren entender al otro pero al mismo tiempo quieren hacerlo imponiendo los modos para ello, quieren mirar y escuchar a las otras culturas desde un lugar y en una forma que encaje dentro de lo que ellos puedan manejar y controlar, acostumbrados como están a ser los dueños y patrones. Por eso en la buena voluntad que preside al deseo de conocer al otro, de escucharlo y leerlo, es posible encontrar aún la vieja ideología paternalista del imperialismo: ``Yo'' te digo a ti lo que tú tienes que saber de ti mismo, yo le doy a lo tuyo la medida de su importancia. Pero para eso lo tengo que ordenar y organizar según mis propios esquemas y criterios. En otras palabras, una lectura transcultural trata de algo que se podría sintetizar así: cuando los que no tenían el poder de hablar lo adquieren, los que se lo habían negado quieren seguir siendo quienes se lo den y así conservar su poder.
Que lo anterior es cierto se infiere de que hasta ahora los estudios transculturales se han desarrollado de una manera particular: se llevan a cabo en las universidades del primer mundo, usando imponentes teorías críticas y metodologías allí mismo desarrolladas, pero su tema y objeto de estudio son las producciones culturales del tercer mundo, en particular la literatura. Al hacerlo, parten de algunos implícitos que convendría poner sobre la mesa. El primero, es que en los países de América Latina no se produce teoría -o si se la produce ésta no tiene importancia- y en cambio se hace una literatura excelente, mientras que en los países desarrollados la teoría es de alto nivel y la narrativa es poco interesante. La conclusión lógica de este argumento es: ``tú'', latinoamericano o africano, debes aprender mis teorías (porque no produces las tuyas) y ``yo'', norteamericano o europeo, debo leer tus novelas (porque las que yo produzco son menos buenas) y así todos quedaremos felices, dueños de lo mejor que se hace en cada uno de los dos lugares. Se trata de la reiteración de la misma circunstancia que priva en el mercado, entre los productos primarios que produce el tercer mundo y la tecnología que el primero fabrica, división del trabajo que supuestamente es la mejor para todos. Lo de menos es que en ese esquema ``perfecto'' ni los latinoamericanos ni los africanos tuvimos nada que ver. Las decisiones se tomaron y se siguen tomando sin considerar la conveniencia o interés de los países del tercer mundo. En el caso a que hacemos referencia, sucede igual: los académicos norteamericanos han decidido establecer una división del trabajo entre los países del tercer mundo como productores de ``buena'' literatura y los países del primer mundo como productores de ``buena'' teoría.
Por supuesto, este implícito no sólo puede deconstruirse como se dice hoy, sino hasta destruirse. Para empezar, por lo que se refiere a la teoría que supuestamente no se produce en América Latina, basta con ver las interpretaciones que se han venido haciendo desde hace treintaÊaños sobre la historia, la sociedad y la economía para ver que se trata de una premisa endeble. Y en lo que tiene que ver con la literatura, nadie que conozca la narrativa que se escribe hoy día en Francia, Estados Unidos, Italia, Alemania, Canadá, Inglaterra o Japón podrá estar de acuerdo con la idea esquemática de que se trata de obras poco interesantes, más bien al contrario, son espléndidas (aunque por supuesto también hay mala literatura, como en todas partes). La esquemática idea de Jameson, según la cual ``la cultura del capitalismo tardío no está nada más empobrecida sino destinada estructuralmente a la debilidad, de donde surge su desesperada necesidad de revitalizarse con transfusiones de afuera'', es del todo inoperante.
¿De dónde surge entonces la idea de que la narrativa latinoamericana es tan interesante? Antes de hablar de ``eso a lo que llaman literatura latinoamericana'', para usar una frase de Luisa Valenzuela, habría que dejar claro el implícito que la frase conlleva. ¿Qué es lo latinoamericano? ¿Acaso la literatura que se escribe en los países de América Latina es lo suficientemente homogénea como para considerarla en bloque y poder hablar de ``la'' literatura latinoamericana?
Decir que América Latina es un continente de diferencias abismales no es descubrir el hilo negro. ¿Qué tienen en común Cuba y Argentina, México y Haití, Chile y Brasil y tantos otros países de tan diferentes geografías, sociedades y civilizaciones? ¿Qué tiene que ver la manera en que a unos y otros han afectado la historia o la economía, la manera en que conciben y viven la cultura? En todo caso, lo único que los países latinoamericanos tienen en común es lo que el imperialismo les ha hecho tener: una historia de colonización y de explotación. Y, quizá por eso, los de afuera se permiten hablar en bloque de nuestros países y hasta nos han hecho concebirlos así. ¿Por qué no se habla de la literatura europea sino de la francesa, inglesa, alemana, italiana, y no se habla del arte norteamericano sino de lo que se hace en Canadá o Estados Unidos y más aún, en cada una de sus muy diversas regiones? Pues lo mismo vale para este continente. ¡Con dificultad se puede llamar brasileña o mexicana a la literatura que se escribe en países con tan marcadas diferencias internas, en los que poco tiene que ver lo que preocupa, por ejemplo, a un indio chiapaneco.
De modo que lo que se conoce como ``literatura latinoamericana'' es un cierto número de obras escritas por autores nacidos en los diversos países de este continente llamado América Latina. Ahora bien, esta respuesta conduce, como todas las respuestas, a otras preguntas: ¿Cómo establecer los límites de lo que es una literatura nacional? ¿Es la que usa un determinado idioma, o es la que se escribe detrás de unas fronteras políticas o en un territorio geográfico? ¿Se la puede distinguir por su relación con una historia, con una comunidad, con una cultura, con un paisaje, o se la define por el lugar donde nació el autor, o por un modo de ver el mundo -whatever that means?
En el siglo XVIII los iluministas se hicieron esta pregunta por primera vez, cuando en el marco de construcción de las naciones europeas les urgía saber qué era la alemanidad o la francesidad. En varios países de este continente los pensadores también se han cuestionado el asunto. Por ejemplo, en el México de los años cuarenta de este siglo, cuando la Revolución había terminado y se reconstruía la nación, la búsqueda de una respuestaÊhizo gastar mucha tinta a los filósofos: ¿en qué consistía la mexicanidad y en qué se diferenciaba de la argentinidad y la chilenidad?
Y sin embargo, mientras los pensadores calientan sus cerebros, cualquier boliviano, guatemalteco o paraguayo sabe muy bien que lo es y que el vecino hondureño, brasileño o colombiano es diferente. Como lo saben un negro, una mujer y un indio, aunque no lo puedan definir. De modo que lo mexicano (o lo uruguayo o lo salvadoreño) es al mismo tiempo una identidad en la que nos han colocado los otros pero también una en la que efectivamente estamos.
Ahora bien, esa identidad está formada por una serie de elementos que son reales pero que también y al mismo tiempo se han convertido en estereotipos: por ejemplo, que en los países latinoamericanos todo es extremoso, que la naturaleza es grandiosa y exagerada, que la gente tiene pasiones incontrolables, que la violencia es endémica. Estas ideas se han vuelto lugares comunes que se repiten una y otra vez. Y se considera como literatura representativa de ``lo'' latinoamericano a aquella que retrata a esos estereotipos asignados por la mentalidad europea y norteamericana, que se fascinó con ese mundo tan diferente al suyo.
Y claro, los estereotipos no sólo se dan en los temas sino también en el modo de ponerlos sobre el papel. Así, a la literatura de esta parte del mundo se le exige no sólo que dé cuenta de amores que perduran más allá de la muerte, lluvias que arrasan con pueblos y ciudades, familias que sobreviven a la historia y muertos que cobran sus venganzas, sino que se le exige que lo haga de un modo específico: haciendo siempre la representación de la totalidad de la vida nacional, en la que deben jugar un papel importante el pasado remoto, la religiosidad profunda y sincrética, el autoritarismo, la corrupción y la violencia, así como una concepción cíclica del tiempo. Pero sobre todo, que el lenguaje sea altamente poético y barroco. Todo tiene que ser muy grande, muy arquetípico, muy telúrico, muy caliente, muy fundacional, muy mítico, muy retórico. Aquí no debe haber economía de recursos ni eficiencia, sino al contrario: el más espléndido derroche.
Y por supuesto, eso ha conducido a un círculo, pues así como esta literatura nace de los estereotipos, así los reproduce para que se siga concibiendo de ese modo a nuestros países.
Esta es la mercancía que exportamos en literatura y, hasta ahora, la única que nos compran en el mercado mundial. A nadie interesan por ejemplo las novelas que hablan de la vida cotidiana, de las relaciones de pareja, de las dudas existenciales, de nada que sea ``normal'' o ``común y corriente''. Lo que quieren afuera es lo que Jameson llama ``extranjero y exótico''. Este es, según ellos, el único producto literario que puede y debe salir de nuestro continente, y lo demás no se considera genuinamente latinoamericano. Los casos paradigmáticos son Carlos Fuentes y García Márquez, Laura Esquivel y çngeles Mastretta, çlvaro Mutis, Isabel Allende y Luis Sepúlveda. En la solapa de la primera novela de gran éxito de este último, se advertía que por fin salía de estas tierras un producto diferente, pero ¿qué son las aventuras de aquel hombre en lucha con la imponente naturaleza sino más de lo mismo? Estos autores usan los mitos y la historia para construir su versión del presente y ``fundan'' una visión arquetípica de lo que es este continente. Y lo hacen con un modo de representación y de escritura que confirma el estereotipo.
Tanto gusta lo exótico en los países desarrollados, que incluso los autores europeos de más éxito son los que siguen el modelo del exceso: desde José Saramago en ese tercer mundo intereuropeo que es Portugal, hasta Peter Hoeg luchando en las frías tierras danesas por hacer una literatura llena de aventuras y pasiones; desde Salman Rushdie, ficcionando el complejísimo mundo hindú, hasta Amy Tan trayendo los recovecos del alma china a Estados Unidos.
Y sin embargo, los mismos europeos y norteamericanos que le exigen este exotismo y este apasionamiento a nuestra literatura, quieren que a la hora de la política y de la economía seamos racionales, fríos y eficientes, ``modernos''. Exigen de nosotros que en las letras conservemos ese ``otro'' modo de ser derrochador y excesivo que tanto les atrae, pero que en lo demás seamos como ellos creen que debemos ser. La misión que se han asignado es la siguiente: si son gobiernos, obligarnos a todos los pueblos del mundo a querer una democracia, un mercado y unos valores como los suyos; si son empresas transnacionales o financieras, proponernos abrir los mercados y las bolsas de valores del mundo a sus capitales; si son académicos, enseñarnos sus teorías. Quieren darnos su tecnología, su capacidad organizativa, su idea de eficiencia y sus modos de análisis. Y esperan recibir de nosotros materias primas, mano de obra barata, consumo de sus productos y de sus patrones culturales y novelas exóticas.
No es casualidad que este afán de ``escuchar'', ``leer'' o ``entender'' al otro que hoy está tan de moda, se haya fortalecido precisamente en el momento en que los países ricos insisten en la globalización de los mercados y de los capitales -tendencia necesaria para que ellos no se ahoguen en sus propios excesos de mercancías y dinero- y nos han obligado a creer que es lo correcto y adecuado también para nosotros.
El problema de todo esto es que los valores, principios y premisas que sustentan a esos modos de pensamiento no sólo son de los europeos y de los norteamericanos blancos, varones, heterosexuales y adultos, sino que ya están incrustados en los demás, en nosotros -los ``otros'', los llamados subalternos- y permean lo que hacemos, pensamos, imaginamos, soñamos y decimos. Tanto, que ni cuenta nos damos de cuánto nos condicionan y limitan. Incluso en lo que tiene que ver con la producción artística y literaria: ¿cuántos escritores no se la pasan inventando míticos personajes prehispánicos, violentas revoluciones, paisajes brutales y amores lujuriosos, en el desesperado afán de conquistar aquellos mercados? ¿Cuántos escritores no hacen todo por imitar la retórica barroca, ardiente e intensa, de eso que llamamos ``lo real maravilloso''? ¿Cuántos pintores no repiten las figuras mitológicas de Toledo y de Tamayo paraÊofrecerlas en las galerías de París y Nueva York?
Y es que en América Latina siempre se nos ha educado haciéndonos creer que lo que se hace y piensa en los países ricos es lo mejor y que tenemos que desear vivir como ellos, pensar como ellos e imitar sus modas. ¿Qué otra cosa son algunos de nuestros poetas modernistas de principios de siglo sino, como dijo un autor, buenos lectores de los franceses? ¿Qué otra cosa es esa obsesión por abrir un teatro para ópera en medio de la selva tropical del Brasil, y asistir a las funciones vestidos de frac y cubiertos de pieles? ¿Qué otra cosa es el reiterado esfuerzo por convertir a nuestras universidades en centros de excelencia académica y de investigación científica, cuando ni siquiera contamos con los recursos más elementales para hacerlo? ¿Qué otra cosa son esos tirajes de treinta mil ejemplares en países de mayorías pobres y analfabetas?
El problema radica entonces en quién define los parámetros que otros han definido -y que nosotros nos hemos creído- de lo correcto e incorrecto, lo bueno, lo bello, lo central y lo marginal, lo importante y lo secundario, el éxito y el fracaso.ÊNuestra medida ha sido y aún es la de ellos. Nos sentimos triunfadores cuandoÊellos lo deciden y marginales porque ellos nos han dicho que lo somos. Se nos olvida que el mundo es uno solo y que la centralidad y la riqueza de unos países es producto del mismo proceso que en otros provocó la periferia y la pobreza. Un mismo sistema convirtió a un país en monoproductor de azúcar o de café y a otro en altamente industrializado, a uno en productor de teoría y a otro en productor de novelas ``exóticas''. La marginalidad, la exoticidad, la subalternidad, dependen del lugar desde donde se mira, de manera tal que para los que estamos del ``otro'' lado -mujeres, indios, negros, latinoamericanos- éste es el centro y no sus márgenes. Pero no nos damos cuenta cabal de ello. Si nos diéramos, sabríamos que la literatura que se escribe en los países de América Latina es mucho más que la que los mercados y las universidades del primer mundo quieren considerar como tal. Si lo entendiéramos estaríamos logrando la verdadera descolonización, la verdadera ruptura con el imperialismo.