El 17 de diciembre pasado se cumplió el ritual: el Presidente de la República hizo entrega del más alto reconocimiento que otorga el gobierno mexicano a sus mejores hombres, el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Desde 1945, y tras una rutina depurada por la práctica anual, en Los Pinos se volvió a escuchar el discurso de siempre: ofrecimientos y reclamos. Es significativo observar un detalle: con el premio se reconoce la excelencia y, no obstante, con algunos gestos se termina por adobar la complacencia.
Durante 1997 se puso en práctica una decisión: equipos, insumos y un largo etcétera indispensable para la investigación científica y tecnológica fueron tasados con impuestos de importación que obligaron a reducir drásticamente presupuestos y actividades. En forma inmediata y puntual, la comunidad afectada hizo la protesta y explicó las consecuencias. La respuesta fue el silencio, y prosiguió la tarea recaudadora. Sin embargo, en la fiesta y como gran anuncio, se indicó que por decreto presidencial la medida se anulaba.
Atrás del hecho invocado se obvia lo que era evidente: la investigación científica y tecnológica que se realiza en las instituciones de educación superior está sujeta a las veleidades de funcionarios y no coordinada por un plan rector, discutido y acordado entre las partes involucradas y planeado a mediano y largo plazos. Peor aún, la decisión de tasar con impuestos una parte básica de la investigación dejó ver la fragilidad del edificio científico y tecnológico mexicano, cuya exigua economía se vuelve nada con la merma de un impuesto. La falta de un plan rector y de apoyos revela que prácticamente toda la investigación científica y tecnológica es alimentada con recursos federales administrados por el gobierno.
No sólo la investigación científica y tecnológica realizada en las instituciones de educación superior depende de los recursos federales y de veleidades de funcionarios. De pocos años para acá, también las artes comienzan a padecer dependencias equivalentes. Con razón se dirá, y comparto el argumento, es bueno que esos recursos se conviertan en obras de creación artística y de preservación y divulgación cultural importantes para México. Lo que no comparto es la contradicción entre como, por un lado, las autoridades se ufanan de las miles de becas que se otorgan para la formación de recursos humanos altamente calificados o para el apoyo de la libertad creadora de los artistas, mientras que en el lado opuesto es notable la carencia de recursos de toda índole indispensables para el desarrollo sistemático y estructurado de los conocimientos y sensibilidades de esos hombres cuando dejan de ser agraciados por el apoyo de becas y estímulos. Es decir, de las miles de becas, pocas sobreviven con resultados fructíferos a mediano y largo plazos.
La sobrevivencia se advierte dentro de un círculo que abruma y en fechas recientes se hace más estrecho. En la historia de 52 años del premio y aproximados 200 galardonados, no deja de sorprender que la investigación científica y tecnológica se concentre en escasa media docena de instituciones del DF, en grupos de científicos que operan de manera casi corporativa o seudonepótica y que los reconocimientos se otorguen a individuos cuyo perfil trasluce una característica dominante de institucionalidad como principio rector, comprendiendo aquí desde la labor pionera de los fundadores de instituciones hasta las tareas de consolidación y proyección.
Ahora el círculo también se estrecha en las artes. Si hace décadas se decía que el premio estaba condicionado a la cercanía o amistad con el secretario de Educación, hoy la administración del premio se ha ramificado tanto que una sola amistad no es suficiente, amén, por supuesto, de un trabajo artístico meritorio y reconocido -al menos para cubrir las apariencias. Sin embargo, el reconocimiento implícito en el premio resulta polémico, y no por cuestión de gustos... Arriesgo una inter- pretación: es asunto de cuotas. En la investigación científica y tecnológica son evidentes, tanto que las instituciones y los grupos de especialidades cuentan con una mecánica probada con galardonados.
Hasta hace pocos años las artes se realizaban de manera independiente -o con apoyos discretos, como las asesorías- y en el origen del reconocimiento se identificaban filiaciones, amistades, simpatías o equivalentes. Pero la maquinaria administrativa y estimuladora de las artes empezó a caminar y a su vez a demandar el premio. La estratagema es burda y repetitiva: los operadores de la máquina consideran que nadie cuestionará el galardón otorgado cuando ese individuo previamente ha sido objeto de un ``homenaje nacional'', con todo el ritual de incienso y oropel que termina por marear al espectador/lector. O en otro renglón y con igual efecto: para que el Presidente anuncie recursos especiales a ciertas artes como el cine, es indispensable colocar a un representante adecuado, donde la cantidad de obra y años de perseverancia sustituye la calidad, no digamos la excelencia.
Cuando la fiesta se hace ritual el resultado es previsible. Lo hemos visto, una vez más; la oración de coro se escuchaba como vaga letanía cuando el oficiante anunciaba la buena nueva, idéntica a la que se anunció el año anterior, y el previo también. Si seguimos así, el próximo diciembre será igual, porque la maquinaria se mueve con la inercia propia de la complacencia que amenaza, cada vez con mayor voracidad, acaparar un reconocimiento nacional que se consolidó de manera legítima mediante una cualidad: recaer en individuos de probada excelencia. Por años, y en 1997 no fue la excepción, se ha otorgado a hombres (y escasísimas mujeres) de valía, y a otros de dudosa calidad: la veleidad de funcionarios empaña un premio que de suyo debe rehuir las prácticas viciadas.
* Editor y compilador del libro Premio Nacional de Ciencias y Artes (1945-1990), publicado por el FCE y la SEP, 1991.