DobleJornada, lunes 5 de enero de 1998
La despedida
Lucero salió del elevador. Fatigado el cuerpo, serena la expresión, caminó hacia a mí. Era la segunda vez que la veía en mi vida. Vino el abrazo de rigor. ``Está muy grave'', comentó al sentarse en el extremo de la banca donde nos acomodamos su hermana y yo. El temor de expresar una imprudencia me hizo callar. Hubo un estorboso silencio. ``Tú lo conociste cuando estaba bien, Laura, ¿recuerdas la fiesta de fines de mayo?'', expresó con una sonrisa que resquebrajó la tirantez reinante. Se desbordaron los comentarios y por un instante las risas oxigenaron el aire amortecido de la sala de espera del hospital. Pero calló de tajo, anuló la sonrisa: ``Y un mes después, a Oscar le detectaron la enfermedad y adelanté mi jubilación para estar con él''. Cerramos las compuertas de los recuerdos festivos. ``Ya tenemos diez días aquí. Lo peor es que como él es cirujano conoce el proceso terminal de su enfermedad''. ``Pero ustedes ¿lo están dejando ir o se niegan a perderlo?'', comenté con la incertidumbre de pisar una zona sensible. ``Noooo, claro que lo estamos soltando, de eso ya hemos conversado'', respondió Lucero al recomendar un libro de tanatología que le estaba enseñando a enfrentarse a la muerte: ``He aprendido que, cuando el enfermo está hostil, no es él quien se manifiesta sino la enfermedad'', y prosiguió: ``En la familia nunca hemos dicho `por qué nos tocó a nosotros'. Tampoco a él lo he oído renegar. El otro día pasó la noche en la silla, doblado por el dolor, yo junto a él desesperada porque no podía hacer nada. Y él me dijo: `Cálmate, Lucero'. Se me quedó viendo, se le escurrieron las lágrimas y continuó: `Estoy agradecido con la vida. ¿Ves que son 35 años de matrimonio y sigues a mi lado? He tenido todo. Sólo quiero pedir perdón a quien haya hecho daño consciente o inconscientemente' ''. Lucero estaba entera, sus cansados ojos parecían contener lo profundamente asimilado. ``Los últimos días han sido muy pesados. Pero ha habido momentos únicos. Antier, Oscar hijo cumplió años. Y cuando toda la familia entró al cuarto, hablamos. Nos dijimos tantas cosas. Fue la despedida''. ``Quién sabe si es mejor la muerte sorpresiva'', comentó la hermana. ``No. A él se le ha dado la oportunidad de irse en paz y lo está haciendo. Me dicen que cuando suceda, lleve a Oscar en el corazón, pero que nunca quiera cargarlo sobre mí'', dijo Lucero. ``Ya hablamos con él, todo está arreglado, lo del panteón, lo del funeral. Lo único que falta por hablar es que nadie en la familia se sienta incómodo cuando alguno esté ausente en el momento en que Oscar se vaya. Ha sido duro y sé que viene lo peor, pero así es la vida''.
Si hubiera ocurrido un milagro, sus palabras habrían sido llevadas por una ventisca luminosa para aliviar un poco el sufrimiento de enfermos y familiares en el edificio de Oncología. Pero no sucedió. Vino la despedida. Entre las dos nació un abrazo. Lucero, Lucero de la noche, Lucero de la templanza, se alistó para subir al cuarto 501. Adentro, sedado para aguantar el tormento, el doctor Ramos esperaba. Aun le quedaba un día más de suplicio y ella lo acompañaría hasta el final.