``Netanyahu no quiere mejorar la situación de los pobres ni llevar adelante el proceso de paz'', denunció antes de renunciar a su cargo el ministro de Relaciones Exteriores israelí, David Levy, popular entre los sefardíes que votan mayoritariamente por la derecha pero se cuentan entre los más pobres del país. El primer ministro Benjamín Netanyahu está así al borde de perder la mayoría en la Knesset (el Parlamento israelí) y acaba de recibir otros duros golpes que se agregan a la reciente huelga general en su contra. Por ejemplo, por primera vez Israel acepta la resolución 425 de Naciones Unidas, que le obliga a retirarse de Líbano, lo cual sienta un precedente (ya que Tel Aviv ha ignorado sistemáticamente muchas otras resoluciones sobre los palestinos y los territorios de Cisjordania y Gaza ocupados) y, además, abre la vía para una negociación de paz con Siria (después de haberse negado originalmente a desocupar las alturas sirias del Golán). Además, el ministro de Defensa Yitzhak Mordejai amenaza con renunciar si Netanyahu no cumple con los acuerdos de paz retirando otras tropas de los territorios palestinos y, al mismo tiempo, varios partidos de la coalición derechista dicen, por su parte, que si Netanyahu, cediendo a esa presión y a la de Estados Unidos, retirase otros contingentes, ellos harían caer al gobierno y enfrentarían el riesgo de nuevas elecciones, que podrían dar el mando a los laboristas.
Para colmo, el martes próximo llegará a la zona Dennis Ross, el enviado especial del presidente estadunidense, para reunirse con Yasser Arafat y después con Netanyahu, mientras el presidente Clinton se entrevistará con el primer ministro israelí en la Casa Blanca el día 22, tras rechazar un nuevo pedido de éste de postergar la visita. Es evidente, en la irritación estadunidense y en la decisión de Clinton de recibir a Arafat dos días después, el 24, que Estados Unidos quiere tener para esa fecha una decisión clara del gobierno israelí sobre el cumplimiento de los acuerdos de paz y sobre los plazos para la retirada de sus tropas de los territorios palestinos, de modo de informar al respecto oficialmente al presidente Arafat y de afirmar el papel de mediador de Washington, que la ultraderecha israelí intenta impedir con todas sus fuerzas.
Entre la presión, por una parte, de la ultraderecha social (los colonos) y de algunos de sus ministros, como Ariel Sharon y partidos aliados, y la de Estados Unidos, los liberales en su gabinete y su poderoso ministro de Defensa, por el otro, Netanyahu, que llegó al poder como el hombre bien visto por Washington, se tambalea y podría caer. Tanto los palestinos como Estados Unidos parecen ahora apostar a un nuevo gobierno laborista, capaz de cambiar ``territorios por paz'', y los ataques de los sectores religiosos ortodoxos y ultraderechistas contra la comunidad judía estadunidense, impía y demasiado liberal según ellos, presumiblemente no ayudarán mucho al gobierno del Likud en el país que lo financia y que sigue siendo clave para las soluciones en la zona, y además recibe también presiones de los gobiernos árabes. Por lo tanto, es de esperar que, aunque de modo vacilante, se camine hacia la aplicación de los acuerdos de paz de Oslo, reduciendo así también el margen de maniobra de los terrorismos y fundamentalismos de ambos bandos.