La Jornada lunes 5 de enero de 1998

Margo Glantz
Chiapas: del duelo a la imprecación

Cuando se piensa en la guerra, suele pensarse en las mujeres de la tragedia griega, las Hécubas, las Antígonas, las Casandras o las Andrómacas esclavizadas, violadas y dolientes. También se recuerdan las tenaces imágenes de Argelia, donde las mu- jeres y los niños son sistemáticamente degollados por grupos fundamentalistas, y ¿por qué no mencionar a las mujeres violadas de la antigua y muy reciente Yugoslavia o de los centenares de millares de niños y mujeres africanos que sucumben diariamente a la violencia de los llamados, para minimizarlos y justificarlos, conflictos intertribales? Así, sintetizados en cifras, masivamente descorporificados, estos muertos de los países del Tercer Mundo son asumidos como un fenómeno natural, el simple aunque terrible resultado de odios ancestrales, de rencillas mezquinas que ensangrientan los territorios de la barbarie. Muertes en masa cuya única justificación serían los pequeños odios exacerbados entre pares. Al masificar la violencia se vocifera su irracionalidad, además, minimizada su importancia porque se la reduce a la mera enunciación de una cifra, se abre el camino para su aprobación porque se la despoja de ``verdaderos'' motivos, los políticos.

Las mentiras se desenmascaran en Chiapas ante la luz del mundo, los muertos ya no son simples cifras pronunciadas y archivadas, se trata de gente que integra un movimiento cuyas armas son los cuerpos y dentro de esos cuerpos sobre todo el corazón. Es ese órgano del cuerpo del que nos hemos olvidado, o del que nos da vergüenza hablar porque parece cursi, o del que se han olvidado nuestros gobernantes que no se tientan el corazón y permanecen impávidos ante el exterminio, a ellos sólo podemos oponerles el corazón, tal y como lo conciben los indígenas: ¿No le preguntaron acaso a Carlos Monsiváis cuando estuvo presente en el entierro de la víctimas de Acteal, que qué le decía su corazón? ¿No hablan los integrantes del Campamento Civil de Paz en Acteal de los ``dos corazones de los ejércitos que no ayudan al pueblo y sólo quieren controlar''? ¿No piden por ello y consecuentemente ``mejor campamento civil de paz, para que esté tranquilo nuestro corazón''?

Por eso, las fotografías de las mujeres indígenas diminutas y enrebozadas, con los pies descalzos y enlodados que se enfrentan sin temor a los militares armados de sus cascos, sus ametralladoras, sus escudos, son imágenes sobrecogedoras pero a la vez llenas de esperanza. Esas fotografías o esas imágenes captadas por la televisión muestran en su absoluta y perfecta corporeidad a los integrantes de un pueblo que lucha por los derechos más humanos y cotidianos que se les niegan sistemáticamente y con la más clara conciencia de su legitimidad se oponen a los invasores armados que los amenazan: ¿Imagen bíblica: David frente a Goliat? ¿Imagen trágica, Hécuba frente a los aqueos? No, imagen de X'oyep: las mujeres y los niños armados solamente de palos imprecando a los soldados perfectamente pertrechados detrás de su armamento más moderno y sofisticado. Los indígenas de Chiapas ya no son víctimas solamente como lo fueron o lo son las troyanas, las yugoslavas, las argelinas, son gente cuyo corazón ha despertado, cuya conciencia cívica es imposible de soslayar, cuyos derechos se deben respetar. Las mujeres indias bien erguidas, llevando en las espaldas a sus hijos y al cuello un humilde collar, están conscientes del peligro de esa guerra abierta a las que se las somete y sin embargo no manifiestan ningún temor y se defienden. La imagen es literal: las mujeres avanzan con sus hijos a la espalda, sus faldas de olanes y sus gallinas, el más claro signo de una domesticidad y con todo imprecan y hacen retroceder a otros indígenas vestidos de soldados quienes transformados por el atuendo militar visten su cara de ferocidad animal.

Y para terminar quiero mencionar algo casi totalmente olvidado, la representación trágica de la toma de Mileto, hecho contemporáneo que el dramaturgo Frínico escenificó en el siglo V a. C. y que hizo llorar a todos los espectadores del teatro ateniense: un duelo universal que puso en entredicho la política militar de Atenas frente a una ciudad hermana. A partir de entonces se prohibió totalmente la representación de hechos contemporáneos en la escena y se recurrió sólo a las figuras del mito para edificación de los ciudadanos. Al limitar cuidadosamente los rituales del duelo público, se intentó soslayar su contenido político.