Si alguna diferencia hay entre las naciones, es la capacidad que han demostrado para proponerse tareas de largo plazo que han llevado a cabo con tenacidad y perseverancia ejemplares.
El desarrollo, la modernidad, cualquier modo para adjetivar el progreso, se origina justamente en la clara definición del qué hacer, inalcanzable en el corto plazo pero posible en largo. En sentido opuesto, el subdesarrollo, la pobreza, son el resultado de esfuerzos inconsistentes y cortoplacistas incapaces de aportar soluciones a problemas complejos.
Hoy, cuando empezamos a superar una crisis múltiple que sacudió como nunca todas nuestras estructuras, los mexicanos estamos ante la oportunidad de construir ese proyecto de largo plazo en el que las injusticias y desigualdades que ahora enfrentamos puedan ser superadas.
Es un hecho que superar la pobreza, como muchos otros problemas que ahora se agolpan y se antojan irresolubles, nos tomará décadas, como también que sólo sucederá si todos nos proponemos tareas realizables en un espacio temporal en el que ello sea posible.
El porqué estamos en condiciones de llevar a cabo este esfuerzo de largo plazo, se origina justamente de la enorme y rica experiencia en que se tradujo el nuevo equilibrio de fuerzas surgido en las elecciones del pasado 6 de julio.
Por primera vez todas las fuerzas políticas tienen significación en las decisiones. El Ejecutivo necesita consensuar con el Legislativo; la mayoría en el Congreso no es suficiente para decidir per se; la minoría más pequeña es estratégica para hacer viable una decisión. Aunque los pesos son distintos, se requiere de todos para poder avanzar.
Junto con este inédito equilibrio, el intenso debate en torno al paquete financiero y presupuestal demostró que las ideas, que los argumentos, son cada vez más importantes. Se votó en uno u otro sentido, pero se tuvo que defender el porqué del voto, hecho que colocó a las ideas en el centro del debate.
Si sumamos ambas características: el equilibrio político y el pleno despliegue de las ideas, por primera vez, quizá como nunca antes en la historia, estamos ante la posibilidad de proponernos y consensuar un camino de largo plazo en el que sea posible ubicar los grandes objetivos nacionales y los mejores caminos para cumplirlos.
Políticas de Estado, objetivos de largo plazo, que quizá deban iniciarse con la definición de la agenda para la Reforma del Estado que responda a las nuevas realidades y a los objetivos siempre vigentes para superar las enormes desigualdades que padecemos. La política, su nueva vitalidad y pluralidad, el pleno despliegue de las ideas, la plena vigencia de la democracia, son ahora para nosotros, como antes fueron para otras naciones, la inmejorable vía para decidirnos a construir, desde ahora el México al que aspiramos y tenemos el legítimo derecho.