Adolfo Gilly
El adiós del juguetero
Reconstruir momento por momento lo que sucedió el sábado 3 de enero permitirá tal vez desmontar los resortes del juguete rabioso que ese día se detuvo y tronó (aunque una de sus piezas, la PGR, parece todavía estar girando en el vacío aferrada al viejo guión ya inexistente).
Todos los testimonios coinciden en que el Ejército sí entró a La Realidad entre las 7 y las 8 de la mañana de ese día. Entre muchos otros, el sobrio informe de Hermann Bellinghausen no deja lugar a dudas sobre los modos y los tiempos de los movimientos de la tropa. Testimonios verbales y fotos también coinciden en que en ese mismo momento avanzó sobre otras comunidades indígenas. Esos testimonios muestran a un Ejército que, al parecer, tiene órdenes contradictorias o no demasiado precisas. En la televisión, un mayor decide hacer una cosa y un general otra. El desconcierto visible de la tropa no proviene de la resistencia que encuentra en las mujeres, sino de su incertidumbre sobre qué quieren los mandos. Si esos soldados tienen órdenes precisas, pasan por encima de quien sea. En esa incertidumbre se inserta, entonces, el éxito inusitado de la audaz oposición de las mujeres.
Al mediodía de ese 3 de enero, el doctor Zedillo estaba despidiendo a Emilio Chuayffet y designando en su lugar a Francisco Labastida.
En el intervalo entre aquellos movimientos y esta designación -es decir, en el curso de la mañana del sábado- el Ejército, que sí había entrado a La Realidad, sí había preguntado por Marcos y sí había violado la Ley de Concordia y Pacificación, recibe órdenes diferentes, convierte su incursión en una especie de ronda de vigilancia, se va de La Realidad y acusa de calumniadores a todos los testigos que habían visto y denunciado lo que vieron: la incursión del Ejército en las comunidades.
Para hacer esa acusación éste se siente en su pleno derecho pues, en efecto, no ha ocupado La Realidad, nomás pasó por allí unas cuantas horas. En el camino, se compra una bronca tonta con la diócesis de San Cristóbal, que no hizo otra cosa que dar testimonio de lo que estaba viendo.
Lo que se cruza entre ambas verdades contrapuestas, es la caída de Chuayffet: lo que la diócesis y otros testigos informaron era verdad antes de esa caída; lo que dice el Ejército comenzó a ser verdad después, cuando le cambiaron las órdenes.
En otras palabras, todo parece indicar que Chuayffet habría seguido con su guión anterior a Acteal, que incluía el ataque militar sobre los zapatistas. En plena crisis y creyéndose autónomo -él, que se oponía a la autonomía de las comunidades y hasta a la de la UNAM- se jugó su última carta y autorizó la incursión del Ejército.
Si el doctor Zedillo no lo despide en la mañana del sábado como lo hizo, la Presidencia de la República se habría convertido en rehén del secretario de Gobernación, de sus planes y de los poderosos grupos que lo respaldaban. Pero ese mediodía la última aventura del juguetero había terminado, aunque alguno de sus juguetes todavía anda suelto porque le han dado cuerda para un rato.
Si todo esto es así, no me resulta creíble que Francisco Labastida entre a Gobernación a completar el plan de Chuayffet. Tal vez nosotros nunca sabremos -la historia, sí- en qué medida el doctor Zedillo pudo haber hecho suyo ese plan. Contra lo que creen algunos analistas , los fundamentalistas suelen ser personas inteligentes en el terreno de sus conocimientos, pero proclives a comprar pociones mágicas en cualquier otro ámbito. Pero, sea como fuere, si un Presidente de la República, a la hora de una crisis mayor, cambia a la pieza clave de su gabinete, no puede ser para continuar con los mismos planes, aunque los objetivos se mantengan.
Sin duda, la política económica no cambiará un milímetro. Tampoco variará la actitud de fondo hacia el EZLN. Pero, dígase lo que se diga, el nombramiento de Labastida, cualesquiera sean sus intenciones, introduce un mínimo principio de realidad que su antecesor había perdido, y debería significar una cierta modificación de las alianzas en que se apoyaba la Presidencia. Por algo Ricardo Rocha pudo reaparecer -¡y cómo!- el domingo 4 por la noche.
Habrá que ver qué propone para Chiapas el nuevo secretario. Hasta ahora muy poco ha dicho, quizá porque lo llamaron de apuro, antes de que tuviera ninguna política preparada. Pero conviene no pasar por alto el contenido de su primer mensaje. En él, Chiapas ocupó el tercer lugar, tal vez por la razón antedicha. Lo primero, en cambio, fue una mención a la reforma del Estado, guiño dirigido a los diversos jefes del Congreso de la Unión. Lo segundo, y lo más definido, fue una larga propuesta, en 14 puntos, de política de seguridad pública, es decir, aquello en lo cual el fracaso de su antecesor era más evidente.
Ahora bien, la crisis pavorosa de la seguridad no es un problema de delincuencia, sino de crisis del sistema de Estado. La cúspide de esa crisis se alcanzó con el secuestro de Fernando Gutiérrez Barrios, que poco parece tener que ver con aquella delincuencia y mucho con esta crisis. La guerra entre las bandas del poder desata todos los controles y deja amplios márgenes para cualquier otra delincuencia. Para resolver la crisis de la seguridad pública, lo primero es resolver la de la fragmentación del poder.
En Chiapas ya no hay nada oculto y todo mundo conoce a los interlocutores en juego: EZLN, comunidades, gobierno local, paramilitares, finqueros, gobierno nacional, Ejército, diócesis, partidos y algunos otros. Las cartas están sobre la mesa, aunque varias combinaciones y salidas sean posibles. En la crisis del poder estatal nacional todo es oscuro y nadie sabe a ciencia cierta quién está del otro lado, con qué armas juega y cuáles son las alianzas que se componen y recomponen entre políticos, grupos de poder, grupos financieros y narcofinanzas.
Ante ese desafío, hasta cierto punto hoy más grave que el de la rebelión indígena, se encuentran Francisco Labastida y su jefe, Ernesto Zedillo. Por eso uno diría que la seguridad era la pieza central de su mensaje y el terreno primero donde se jugará el próximo episodio de la larga crisis. Y, de paso, el futuro del propio secretario de Gobernación.