José Steinsleger
El 98

1988 será un año emblemático. Los sesquicentenarios recordarán a México la firma del funesto Tratado de Guadalupe Hidalgo, a Perú y a Brasil los nacimientos de Manuel González Prada y a las feministas la primera convención del género en Nueva York. Los centenarios hablarán de la anexión estadunidense de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y de los nacimientos de García Lorca, Brecht y Hemingway y el luchador social brasileño Luis Carlos Prestes. Más cercanos, los quincuagésimos traerán a la memoria los magnicidios de Gaitán en Colombia y de Gandhi en India; del fallecimiento de escritores como Bernanos, Huidobro y Artaud, y de cineastas como Lumiére, Griffith y Eisenstein; de la matanza en la aldea palestina de Deir Yassin en vísperas de la fundación del Estado de Israel; de la deportación de Chaplin por ``minar la textura moral de Estados Unidos'' y de la histórica bofetada que Glenn Ford le dio a Rita Hayworth en Gilda.

Pero el año que se inicia será una magnífica ocasión para relacionar dos conmemoraciones extremadamente sugerentes para América Latina; el cuarto centenario de la muerte de Felipe II y el centenario de la llamada ``generación del 98''. Escuchados en la primera década del siglo. Ignorados después con irresponsable desdén, los latinoamericanos poca atención prestamos a voces como las de Ganivet y Unamuno, Pio Baroja, Azorín y Valle Inclán, quienes hace un siglo, animados por Darío y Martí, aceptaron que no en el río Bravo sino en los Pirineos nacía la América triétnica y popular. No quisimos entenderlo y, a cambio, compramos a ciegas el mito anglosajón que durante tres siglos asoció todo lo ibérico con el tenebroso mundo feudo-clerical modelado por Felipe II.

Así nos fue. La negación liberal ante lo mejor de España y el racismo conservador ante la cultura indomestiza arrojó los cimientos del ambivalente barroco político latinoamericano y que nadie expresó mejor que aquel diputado Palacios ante las cortes de Cádiz. ``En cuanto a que se destierre la esclavitud, lo apruebo como integrante de la humanidad; pero como amante del orden político, lo repruebo'' (1811).

No quisimos escuchar las voces de la España nuestra y tampoco las nativas de la América indoespañola. Por esto, y salvo contadas excepciones, nuestra predisposición para la copia adquirió un grado de refinamiento y exquisitez que por sobre la condena se merece el aplauso. Prueba de ello es la florida galería de los muchos gobernantes y ``pensadores'' que ayer y hoy, al pensar con cabeza ajena, pueden permanecer impasibles frente al paisaje no menos florido de las masacres y las violencias sin fin. La historia empieza a ser antigua y aparece que tal es lo que sintió Bolívar, cuando en su agonía por el río Magdalena sopesaba el altísimo costo de la independencia que no fue.

Dice la filósofa andaluza María Zambrano que el mirar atrás y el repliegue hacia tiempos mejores es síntoma de la profunda crisis del presente. En consecuencia, sería útil auscultar en aquella situación de España a fines del siglo XIX, cuando ante la generalizada desorientación política un grupo de escritores y pensadores desalienados supo meditar con hondura y realismo en las raíces profundas de su polifacética y trágica identidad nacional.

A los indo-afro-euro-latinoamericanos no nos faltan escritores y pensadores que en sintonía con el espíritu de la generación del 98 realizan increíbles esfuerzos para ver si podemos entendernos. Pero lo cierto es que andamos a la deriva y montados en un proceso caótico que ya en su época Darío identificó con los ``tantos vigores dispersos''.

Sin derecho a réplica, ágilmente promovido por el marketing editorial, la frivolidad intelectual parece haberse tomado todas las tribunas de la ``democracia''. Tribunas desde las que por ejemplo, ``pensadores'' como Fernando Savater (el Julio Iglesias de la filosofía), o hidalgos como Mario Vargas Llosa (nacionalizado español para desde Londres dictar cátedras de libertad), pueden decir cualquier cosa a sabiendas que, por ahora, no recibirán a cambio una lluvia de tomates podridos. Con todo, en la absoluta incertidumbre del presente, lo único seguro es que la vida da muchas vueltas. Vendrán tiempos mejores.

Y a propósito... ¿ya vio El abogado del diablo? No se la pierda: verá que las satánicas carcajadas y la ocre dentadura postiza de Al Pacino, que hace el papel de un diablo genial y coherente, son igualitas a las del esforzado peruano que denodada, febrilmente y con mucho ``sacrificio'' de sí supone que la lucha ``contra todas las dictaduras'' es la vía más rápida para perpetuar el limbo y el capitalismo salvaje de nuestros días.