La Jornada miércoles 7 de enero de 1998

Arnaldo Córdova
Nuestros refugiados

Aparte los casos de persecución política, que tienen una connotación especial, los refugiados son personas que huyen de las zonas de guerra. El refugiado es el que busca refugio, por supuesto, pero es mucho más que eso. El ha debido abandonar su casa, sus propiedades (si es que las tuvo), su vecindad, su modo de vida y sus relaciones sociales porque, de otra manera, se vería expuesto al exterminio de los suyos. En el derecho internacional, el refugiado es un individuo al que, por definición, la comunidad internacional le debe protección. Aunque lo sea, no se le ve como a un fugitivo común y corriente, sino como a un sujeto que, por el solo hecho de huir de una agresión armada (casus belli, en el más amplio sentido), merece la protección y el cobijo de las instituciones internacionales.

No hay necesidad, para reconocer al refugiado, de aditamentos o aparatos jurídicos especiales ni de juicios qué ventilar. Al refugiado se le reconoce por el simple hecho de haber sido obligado por medio de la violencia a abandonar su lugar de residencia y emigrar a otro. El refugiado no necesita pedir protección. Los órganos internacionales están obligados a dársela apenas lo hayan detectado. Es un procedimiento ex officio, no a petición de parte. No está dispuesto de antemano lo que se deba hacer para proteger al refugiado, pero sí consta que se debe hacer por él todo lo que esté a la mano y sea posible. La guerra es, generalmente, el dato de hecho para reconocer al refugiado. La violencia bélica produce al refugiado. Y no importa qué tipo de guerra o de violencia masiva se dé. Basta que sea causa y principio del desplazamiento de quien se convierte en refugiado. La guerra disuelve a la sociedad y la disolución de la sociedad produce al refugiado y el calvario que le espera.

No hay detrás de la protección al refugiado tan sólo la expresión de un sentimiento humanitario. Hay un deber jurídico, aceptado por la sociedad internacional, que tiende también a la reconstitución posible de las sociedades a las que pertenecen los refugiados y, sobre todo, de sus comunidades. Hoy en día hay en el mundo decenas de millones de refugiados. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR), siempre con escasos recursos, ofrece abrigo y cuidado a muchos de esos seres humanos que han sido expulsados de sus hogares y sus países debido a la guerra. Pero la mayor parte no tiene protección ni ayuda algunas. Nosotros también tenemos a nuestros refugiados. De hecho, cada vez que ha habido una guerra los hemos tenido. Hoy los tenemos debido a un estado generalizado de violencia en Chiapas (y también en otros lugares, aunque no en esa magnitud). Lo notable es que los veamos sólo como ``desplazados'' y no como refugiados, que es lo que en realidad son.

Según un dato ya anticuado, sólo del municipio de San Juan Chamula, desde 1972, han sido ``desplazados'' (echados por la fuerza de sus terrenos y su localidad) más de 30 mil antiguos residentes, muchos de los cuales ahora viven en los suburbios de San Cristóbal de las Casas. Durante los años 70, decenas de millares de indígenas de todas las etnias de Los Altos y otras partes de Chiapas emigraron a la región de la selva. Desde el primero de enero de 1994, decenas de miles más han sido obligados a ``desplazarse'' de sus comunidades debido a la violencia masiva que sobre ellos se ha ejercido, mediando todo tipo de agresiones, incluida la muerte. Todos esos refugiados han perdido prácticamente para siempre sus hogares, sus tierras, sus bienes y su relación con sus antiguas comunidades. Algunas organizaciones no gubernamentales plantearon ante el ACNUR que atendiera el caso de nuestros ``desplazados'' chiapanecos y la respuesta fue que, como no había ``petición oficial'', dicha protección no podía brindarse. Fue algo realmente inusitado y deleznable.

No hay nada que justifique la actitud del Alto Comisionado. La protección a los refugiados debe darse donde quiera que éstos sean detectados y no ``a petición'' de nadie. Pero puede entenderse. El gobierno mexicano ha luchado denodadamente para que en ese tipo de asuntos no se inmiscuya ningún organismo internacional y, menos todavía, otro Estado. Formalmente, ello se justifica. Formalmente se justifica que el ex canciller Gurría haya reclamado que la exigencia de la Unión Europea para que se esclarecieran los hechos sangrientos de Acteal y se castigara a los responsables era una intromisión en los asuntos internos del país. Creo en la Doctrina Estrada y pienso que un país, en efecto, no debe intervenir en los asuntos internos de otro. Pero creo también que los principios del derecho internacional deben ser respetados por todos, y entre ellos está el de la protección a los refugiados de todo el mundo, incluidos los de Chiapas; México no está ubicado en Marte y se debe a sus compromisos internacionales.

El atroz e inhumano sufrimiento que la violencia bélica provoca en nuestros refugiados de Chiapas no puede aliviarse con sólo ordenar al Ejército, a las agencias federales y a los gobiernos locales que les den una ayuda material, que es siempre, además de insuficiente, indigna. Es un dolor que hace llagas profundas e incurables en el cuerpo de la nación y no se puede contrarrestar con sólo ofrecer despensas. El sistema jurídico internacional de protección a los refugiados siempre ha provocado críticas severas, porque no es capaz de resolver el asunto principal en la materia, que es el de devolver a los refugiados sus hogares y reintegrarlos a la sociedad de la que formaron parte. En México se puede decir que estamos peor. Ni el gobierno ni los partidos se hacen cargo de ese asunto. Vamos, ni siquiera se lo proponen. Mandar a los indios desalojados de sus comunidades a colonizar la selva significó desarraigarlos para siempre y obligarlos a crearse nuevos modos de vida. Ahora ya no hay a dónde mandarlos.

Aparte de los derechos ancestrales de nuestros indígenas que, ni duda cabe, hay que reivindicar y proteger constitucionalmente, haríamos bien en pensar, cada día que amanece, en la situación en que se encuentran nuestros refugiados, y pensar y debatir en torno de una legislación y acuerdos políticos específicos que los protejan del mejor modo que pueda imaginarse, devolviéndoles sus casas, sus tierras, sus bienes y la seguridad de que seguirán gozando de ellos para siempre. Esos indígenas (mujeres, niños, ancianos y hombres indefensos) que van por caminos lodosos, con los pies descalzos, y que ni siquiera saben a dónde dirigirse, no sólo merecen que se les ``proteja'', merecen también que se les haga justicia, devolviéndolos a donde pertenecen y devolviéndoles lo que es suyo.