Conforme pasa el tiempo, mi tiempo en la crítica teatral, creo cada vez menos en esos juicios de valor que se expresan (y que me perdonen mis colegas de las asociaciones que se obstinan en los premios anuales a lo mejor de esto y de lo otro) en las, para mí, imposibles comparaciones entre los hacedores de teatro con propuestas tan diferentes que en ello estriba la riqueza de nuestros escenarios. Pienso que la función del crítico debe ser el análisis con la mayor seriedad posible y fundamentando en tanto la brevedad de los espacios que se nos conceden lo permita, cada uno de los montajes presenciados. Sin embargo, al fenecer 1997 se me acercaron algunas jóvenes reporteras de diferentes medios para apoyar sus resúmenes anuales. Expliqué lo anterior, generalicé en algunos aspectos que son el tema de este artículo y me defendí como pude de los acosos acerca de las mejores y las peores esenificaciones habidas en el año. A pesar de esto, la revista Viceversa (que por cierto nunca me pagó lo convenido por alguna colaboración anterior), una de cuyas reporteras me entrevistó telefónicamente, me inventó unas ternas que yo nunca expresé: lo consigno porque, por supuesto, estoy bastante molesta.
En el año que acaba de terminar se suscitó un fenómeno muy curioso que propició la identidad de los espacios teatrales y de las instituciones que lo auspician, a excepción del Centro Cultural Helénico cuyo eclecticismo es una de sus mayores virtudes, gracias a la espléndida labor de Otto Minera que acoge una enorme pluralidad de propuestas que conforman un atractivo mosaico. También habría que exceptuar a la Universidad Autónoma Metropolitana que no ha conseguido una política teatral coherente, situación que complicó el cambio de rectores.
La excelente idea de dar en comodato por tres años los edificios teatrales del IMSS a diferentes agrupaciones con proyectos artísticos distintos, incluyendo en algún caso el teatro comercial, va logrando que cada uno de estos espacios tengan ya un perfil definitorio. Esto es algo de la mayor importancia, porque la oferta de la cartelera teatral desorienta mucho al público en la actualidad. Hace muchos años, los espectadores podíamos ser fieles a un espacio, así fueran los teatros que entonces tenía Manolo Fábregas, o el Orientación con el excelente Teatro Club de Rafael López Miarnau y Emma Teresa Armendáriz, o el Granero con la llamada mancuerna de oro que hicieron el director Xavier Rojas y el productor José Hérnández, por citar algunos, aunque estaban también los escenarios de ese subteatro comercial que se afincó sobre todo en los edificios sindicales. La gran época de los teatros del IMSS se perdió y quizás ahora se recupere con el Julio Prieto encomendado al Foro de Teatro Contemporáneo, o el Reforma que se remodela para dar cabida a Casa del Teatro: el público sabrá cuáles opciones le resultan más interesantes.
En los estados, estos comodatos han servido sobre todo para la necesaria profesionalización de los grupos que poco a poco irán abandonando su amateurismo (amateurismo que, por otra parte, les ha servido para representar obras sin pagar derechos así cobraran las entradas). También hay que remarcar el nuevo formato de la Muestra Nacional de Teatro que en su primera fase no fue muy afortunada, pero que se irá perfeccionando.
La Compañía Nacional de Teatro inauguró su nueva modalidad de ofrecer temporadas temáticas. A Enrique Singer, quien pasa a la productora Argos para iniciar el área teatral de esa empresa, le correspondió el ciclo de Don Juan --aún falta el texto de Sabina Berman que dirigirá Antonio Serrano-- y a su relevo, Alberto Lomnitz, le tocará el ciclo acerca de Fausto. El INBA atrajo en 1997 a los grandes maestros, aunque ya la obra de Leñero fue dirigida por la joven Iona Weissberg, y sabemos que en el año que se inicia serán también directores jóvenes los que se harán cargo de las escenificaciones, por diferentes motivos, muy alejados de lo generacional.
En cambio, el teatro de la UNAM acogió principalmente a los talentos jóvenes, lo que se ha criticado acremente a Luis Mario Moncada. Este afirma, y tiene toda la razón, que la vocación del teatro universitario debe enfocarse a propiciar el surgimiento y desarrollo de nuevos teatristas. Para quienes recordamos los ya legendarios grandes momentos del teatro universitario, como Poesía en voz alta y los iniciales de Casa del Lago, no está de más recordar que esa brillantísima generación innovadora --Héctor Mendoza, José Luis Ibáñez, Juan José Gurrola y otros-- estaba conformada por muchachos que tenían entonces la edad, o menos, de aquéllos a quienes ahora se les ofrecen estas oportunidades.