Algo muy grave pasa en nuestro país para que se haga presente el fenómeno de la masacre a la población civil propia de regímenes descompuestos y normalmente militarizados. Aguas Blancas primero y ahora Acteal, ambas contra población campesina e indígena, nos muestran que estamos traspasando los límites en los que la barbarie cobra carta de existencia y la impunidad se erige como amenaza que, de consolidarse, dará entrada a un ciclo en el que se abandonen los referentes de lo inadmisible y lo inimaginable. Por ello es vital que el gobierno federal, a su más alto nivel, modifique sustancialmente su concepción y política acerca de la emergencia indígena en la agenda nacional, específicamente la relativa a la situación en Chiapas. Estos días hemos observado que en los hechos se está cuestionando tanto la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, como el alcance de los Acuerdos de San Andrés, y esto se hace a partir de una errónea lectura de ambos documentos jurídicos, pero sobre todo de una fallida apreciación sobre las causas que dieron origen al conflicto en Chiapas.
La existencia de grupos paramilitares o civiles armados, cuya relación con el gobierno estatal o federal habría que esclarecer, ha sido un factor detonante de la violencia; la falta de credibilidad en los aparatos de administración de justicia y el incremento de la presencia militar en Chiapas están afectando la vida social de las comunidades. En especial esta última, así sea para las llamadas ``obras sociales''; esta masiva presencia castrense realizando tareas ``civiles'' afecta las posibilidades de paz con estabilidad, y como bien tenemos las evidencias, no es capaz de impedir la violencia, en el supuesto de que ese fuera su objetivo. La negativa del gobierno federal a reconocer que en Chiapas hay ingobernabilidad, que en el estado actual de cosas no se pude realizar con éxito una investigación sobre la masacre de Acteal, le ha llevado a suponer que en el marco de las investigaciones judiciales procede una campaña de despistolización y desarme generalizados, lo que en los hechos se traduce en el incremento de efectivos militares ``en busca de armas'' precisamente en las zonas de presencia zapatista. Con ello se añade leña al fuego, pues implica dar al EZLN la dimensión de ``delincuencia común'', situación contraria a todas luces tanto a la letra como al espíritu de la Ley para el Diálogo y la Conciliación.
En la lógica de la Sedena, ``la ley de armas de fuego está por encima de la ley para el diálogo y la conciliación; por lo tanto, a toda persona que porte armas, zapatista o no zapatista, le serán confiscadas'' (El Financiero, 3-I-1998, p.14). En los hechos, tanto los mandos militares como la postura planteada por la Secretaría de Gobernación están dando prioridad a una ley como la de armas de fuego en perjuicio de la situación excepcional que regula la ley para el diálogo, y ante un conflicto de leyes es a la Suprema Corte de Justicia a quien correspondería dirimirlo. Pero no se trata de una discusión entre abogados; tiene dimensión jurídica pero, ante todo y en lo inmediato, también política. La ley para el diálogo definió una estrategia inédita en la historia de los conflictos armados en el área y de sus respectivos procesos de pacificación. En todos ellos la etapa del desarme es la que cierra las negociaciones y en Chiapas así está pactado en la agenda que se había acordado.
Concretar en los hechos el enunciado de voluntad de diálogo supone reconocer que el Estado de derecho está en crisis tanto en sus normas como en sus prácticas, y que la respuesta a ésta debe incluirse en la dimensión de la reforma del Estado, hasta hoy reducida a la etapa electoral. Este y no otro es el alcance de los Acuerdos de San Andrés, sobre los que ahora sorprende que el nuevo titular de la Secretaría de Gobernación los defina como ``propósitos'' o enunciados propios de una exposición de motivos a los que aún les falta expresión jurídica. Los acuerdos son ante todo el reconocimiento de que hoy por hoy, el orden constitucional excluye a los pueblos indígenas como sujetos de derecho, y que éstos encontrarán en la autonomía la posibilidad de concurrir en el orden jurídico, tanto en su carácter de pueblos como en el de los derechos fundamentales de sus integrantes.
Un cambio de política implica que se retire la contrapropuesta del gobierno federal y se avale la elaborada por la Cocopa. En todo caso, si se tienen razones de ``técnica jurídica'', que se les llame por su nombre. Creo que nadie se opondría a corregir errores del texto actual como el que dice que la autonomía se ejercerá ``como parte del Estado'' en lugar de, como correctamente dice en el documento de San Andrés, ``en el marco del Estado'', o suprimir la reiteración de expresiones similares como ``derechos humanos y derechos fundamentales'' o el de hablar en una norma constitucional de ``programas'' para migrantes en lugar de ``derechos'', para citar algunos ejemplos.
Con auténtica voluntad política, sin duda se podría transitar hacia la paz con justicia y dignidad si asumimos todos que en Chiapas se juega la posibilidad de que nuestro país transite hacia la democracia y se consolide en él un Estado de derecho que refleje a la nación pluricultural