Adolfo Sánchez Rebolledo
Acteal o el infierno

La monstruosa matanza de Acteal marcará la historia mexicana de este fin de siglo. Ningún castigo borrará de la memoria colectiva el horror vivido por las víctimas que esperaban el sacrificio orando en un templo de madera. Se cumplieron, así, a pesar de las voces de alerta que advirtieron el peligro, las peores previsiones de estos cuatro últimos años: regiones enteras de Chiapas están militarizadas; la violencia arraiga en las comunidades bajo formas cada vez más perversas y hoy, literalmente, corren ríos de sangre inocente de humildes campesinos indígenas. Otra vez, como en enero de 1994, pero ya sin sorpresa posible, hay miles de desplazados, refugiados internos en un país que quiere ser democrático. Ese es ni más ni menos el corolario de la situación de ``ni paz ni guerra'' que se impuso tras congelar los Acuerdos de San Andrés.

Los asesinos de Chenalhó han tenido que recibir de fuera instrucción, ideas, organización, armas, eso es seguro; no estamos ante la reacción espontáneamente violenta de un grupo aislado en defensa de sus intereses, sino frente a una forma de violencia que requiere, para expresarse, de ciertos autores intelectuales, apoyos, planes que se difunden con celeridad bajo el clima moral de guerra civil que hace depender la sobrevivencia de unos del exterminio de los otros. Así están las cosas al cumplirse un nuevo aniversario del alzamiento zapatista. La prolongación del conflicto multiplicará inevitablemente esas y otras formas de violencia local, gestadas con o sin el consentimiento de las autoridades, pero sus efectos se dejarán sentir en todo el cuerpo social, extendiendo la crisis al resto de las instituciones, ahondando la polarización y el rencor. Ese era, y es todavía, el riesgo de no actuar con decisión para resolver el problema chiapaneco.

La principal responsabilidad política por estos hechos corresponde en primer lugar y sin lugar a dudas al gobierno de la República, que por lo visto sigue sin entender la naturaleza de la cuestión y sus alcances nacionales. El gobierno no quiere o no puede resolver el conflicto. Su desgaste es obvio, luego de tantos cambios de ruta. La decisión de remover al gobernador por otro designado prueba una vez más su indecisión para encarar de otra manera el asunto, dándole voz a los mismos chiapanecos. Pero no es el único que tiene algo que decir. Descontando al propio EZLN, en el problema hoy están involucrados todos los actores nacionales: lo mismo los partidos políticos con representación parlamentaria, las fuerzas sociales y civiles chiapanecas, que el Ejército, la Iglesia, los medios y la sociedad con sus organizaciones hechas a la medida. Dada la magnitud de la situación, es urgente revitalizar un nuevo ciclo de negociación que atienda a todos los intereses en juego. Urge un cambio. La mediación ya no funciona como tal. La Cocopa va de un lado a otro sin autoridad real para imponer su criterio, dada la inexplicable pasividad del Congreso. Nadie negocia sinceramente. A pesar de que la sociedad sólo quiere la paz, sigue imperando el cálculo político particular sobre los intereses nacionales. El tema de San Andrés es ilustrativo de esa debilidad. En esas condiciones, es cierto, el ``diálogo'' parece condenado de antemano al fracaso o a ser una pantalla para ganar tiempo y posiciones. A la luz de la matanza algunos se preguntan si tiene sentido sentarse a la mesa, cuando en verdad la pregunta es si los sucesos lamentables de Acteal pudieron evitarse de no haberse suspendido el diálogo.

Es obvio que algo anda mal, muy mal en el andamiaje político nacional, a pesar de los avances democráticos. No hay un código mínimo de entendimiento entre las fuerzas políticas fundamentales del país. Es plausible probar que la única solución digna de tal nombre es la negociación política. Ninguna otra es moralmente aceptable ni legítima. Y, sin embargo, hace falta algo más que buenos deseos para alcanzarla. Tal vez sea necesario convocar a una conferencia nacional por la paz en Chiapas.

La verdadera tragedia de México es la desigualdad. Pero la pobreza cotidiana, la injusticia social denunciada y documentada mil veces, la convierte en violencia ciega, irracional, en muerte. ¿Podía ser de otro modo? la palabra de los vencidos sin la sangre derramada no se escucha. ¿Será esa la terrible lección que nos deja la matanza de Chenalhó? ¿Puede la democracia sobrevivir a ese destino fatal?