Silvia Gomez Tagle
Chiapas: aprender de la experiencia

Porque después de la matanza de Acteal, está en juego la transición a la democracia en México, es urgente rectificar la política seguida por el gobierno en el caso de Chiapas. Más allá de lo que se diga, los hechos permiten identificar una estrategia equivocada, desde la ofensiva militar del 9 de febrero de 1995, que culminó con la destrucción de la comunidad de Guadalupe Tepeyac (incluyendo la biblioteca), se ha desarrollado una guerra de baja intensidad, esperando que el complot zapatista cayera por su propio peso, posiblemente por ello la guerra se ha dirigido fundamentalmente contra la población civil, en un esfuerzo por socavar sus bases sociales.

En todo este tiempo, los grupos paramilitares han actuado con total impunidad. Los obispos de San Cristóbal, Samuel Ruiz y Raúl Vera fueron víctimas de un atentado el 4 de noviembre de 1997, en el norte del estado de Chiapas. El senador Carlos Payán dio el nombre de doce oficiales que conforman el grupo paramilitar Desarrollo Paz y Justicia, implicados en el atentado. El 20 de diciembre de ese año, los grupos priístas rompieron las pláticas de paz en Chenalhó y sólo dos días después perpetraron la matanza infame de 45 niños, hombres y mujeres, ¿cómo podemos decir que nos tomó por sorpresa?

En lo que va del sexenio no se ha demostrado interés en buscar una solución política a estos conflictos, el diálogo fue roto por el Presidente al rechazar el proyecto de la Cocopa. Ciertamente la contrapropuesta del Ejecutivo contemplaba también algunos aspectos del proyecto original, pero dejaba fuera lo principal: la autonomía de las comunidades indígenas.

El error ha sido creer que la guerra en Chiapas es producto de una conspiración de unos cuantos intelectuales radicales o católicos, pero la terrible realidad es que a los indios no les ha quedado otra salida porque prevalecen relaciones de violencia ancestrales. La teoría del complot y la solución militar no van a ningún lado, porque los indígenas no tienen a dónde ir, se volvieron zapatistas por desesperación.

Ahora viven en el terror y en la miseria los 6 mil 500 desplazados de Chenalhó por la matanza de Acteal, que huyeron a Polhó y los mil 500 que se encuentran en X'oyep, pero todos coinciden en una demanda: que se retire el ejército de sus campamentos (La Jornada, 6 de enero 98, p.10). No es acosando a las víctimas como se va a encontrar a los responsables de la violencia, sin embargo el ejército insiste en buscar armas en las zonas habitadas por indígenas zapatistas, algunas de las cuales se encuentran muy distantes de Acteal (municipio de Chenalhó) como son los municipios de Las Margaritas, Altamirano y Ocosingo.

Si realmente se estuviera buscando a los culpables de la matanza, los resultados de las ``incursiones'' militares serían desalentadores; según la Sedena en doce días decomisó 38 armas y 14 mil 491 cartuchos útiles (La Jornada, 6 de enero 98, p. 8). Ninguna de esas armas son del tipo usado por las fuerzas paramilitares en Acteal (como la Ak-47). ¿A quién sirve la presencia del ejército? ¿A quiénes están desarmando?

La situación de violencia institucionalizada en que viven las comunidades indígenas en Chiapas, no se puede disfrazar de un conflicto interétnico, es la expresión más dramática de un proceso de descomposición del poder político, del que tendrán que deslindarse con hechos tanto el Ejecutivo federal, como el PRI.

Lo que realmente se requiere en esa entidad es la participación del gobierno federal, de los partidos políticos y de la sociedad civil, para iniciar el retiro gradual del ejército, la constitución de una fuerza civil de paz que reemplace al actual gobierno de la entidad y que propicie en un futuro próximo la reconstrucción de la economía y de las relaciones políticas.