Los hombres supervivientes de Acteal llevan la marca candente de la historia de la humanidad en sus humildes huesos después de haber conocido el terror. Ellos han sido los ultimos en ver en el mar oscuro de la vida el color sangre del vino y en el laurel verde la llama. Los indígenas enfrentados a amenazadores metralletas en lugar de cultivar el maíz sagrado. Sus chozas usadas como cuarteles por vocingleros mercenarios. En el oscuro y cerrado cuerpo de la mujer los hijos cobran la vida y la muerte.
Los cadáveres expuestos en Acteal son los de soldados desconocidos que serán honrados por la llama eterna. Los cuerpos insepultos yacen cual troncos de árboles como estatuas con los pies tiesos al aire. La desnudez de los muertos entre los alambres de púas significa no sólo un ultraje contra la humanidad, sino contra el orden cósmico. El colapso de los ideales frente a un México enloquecido.
Lo que los ojos ven en las fotografías de nuestro periódico sobre los sucesos chiapanecos, son canalladas amparadas por los códigos. Crímenes santificados e indignantes desigualdades. Más acá de los cielos, donde las manos aprietan el gatillo de los fusiles, los ojos buscan la sangre que lucha furiosa contra el aire y sólo encuentra el fondo de un amargo destino. Aun los soldados más rudos se estremecen de espanto al contacto con las niñas chiapanecas de pupilas brillantes sobre el fondo de la selva un iris de llanto, entre silencioso y enrabiado, se interpreta como desolación pura.
El tiempo que no pasa está detenido en las soledades turbadoras de la paz honda e intensa de la selva chiapaneca. Todo ello en medio de una tristeza infinita. Tiempo que da paso a una cultura bronca que deja de lado la cultura universitaria. Esa cultura que enseña la palabra y la negociación y es incapaz de dar respuesta, el instinto de muerte que se repite día con día desde los desconocidos orígenes de la historia.
La cultura de la Universidad opuesta a la cultura real del hambre de los más en el mundo, aplastados por las balas de los caciques dictadores hoy como siempre.
Crispado el aire se establecen los bandos. De un lado los sádicos carnavaleros en su festín de cadáveres; de otro los indígenas amontonados en el barro en el que en aguas de lodo cantan canciones de muerte que no sirven de gran cosa, frente a la expectativa de tormenta de balas que se avecina.
¡Oh niños muertos! de sus tumbas en la tierra sube el olor a muerte y a vida. La muerte-vida que canta el temblor de la vida mexicana en inútiles rezos ante la injusta y brutal profanación de un ritmo de vida indefenso, en su propia espontaneidad, en la selva chiapaneca.