Carlos Fuentes
Chiapas: la guerra y la paz
El gran periodista que es Ricardo Rocha conmovió al país entero con sus dos reportajes televisivos sobre la atroz matanza de Acteal. Nadie que haya visto esas imágenes puede volver a dormir tranquilo. Yo sólo recuerdo una herida visual comparable: la película Noche y niebla del realizador francés Alain Resnais, donde el macabro testimonio del Mal quedaba para siempre fijado, en media hora de film dedicado al campo de Auschwitz, sus víctimas y sus verdugos.
Hécuba, en la tragedia de Eurípides, lamenta el destino de su pueblo conducido a la esclavitud, pero se consuela pensando que acaso, sin la catástrofe, ``seríamos seres ignorados, algo de lo que los mortales, en el futuro, no se acordarían''. La madre de Héctor y Casandra precede y sobrevive al dolor de sus hijos, para inscribir la tragedia en la memoria colectiva de Grecia. ¿Cuántos recordarán, dentro de diez, veinte años, la tragedia de Acteal? ¿Por qué habríamos de recordarla, si ya no recordamos las mil tragedias comparables que han herido el cuerpo de Chiapas desde hace cinco siglos?
En su emocionante filmación del entierro de las víctimas, Epigmenio Ibarra le da la voz a un hombre silencioso que al fin habla para preguntarse y preguntarnos, ``¿Qué delito cometió un niño de nueve años para que lo asesinaran? ¿Qué crimen cometió una mujer embarazada para que le abrieran el vientre a machetazos?''.
El crimen de Acteal pesa sobre la conciencia colectiva de los mexicanos. Pero el crimen no lo cometió la historia, no lo cometieron los fantasmas, y no lo cometieron grupos indígenas adversarios. Ni la historia, ni los nahuales, ni los indios, pueden comprar armas de alto calibre que equivalen a la alimentación de toda una familia durante todo un año. ¿Esos pies desnudos, esas cabezas descubiertas entre la bruma, esos cuerpos tendidos bajo la lluvia, esas mujeres pariendo en el lodo, esos niños muertos de pulmonía en los caminos, tenían con qué adquirir armas comparables a las de sus asesinos?
La explicación de una pugna entre grupos indígenas rivales no se sostiene y es peligrosa: alimenta la noción de una guerra civil de la cual desaparecen, como por encanto, los únicos capaces de comprar las armas, integrar las bandas paramilitares y ordenar la matanza. Estos son los finqueros, la oligarquía chiapaneca y sus tradicionales aliados y protectores en el gobierno y el PRI estatales. Ellos son, sobre el terreno, los únicos capaces de ordenar un acto que no beneficia, para nada, al Ejecutivo federal, pero que sí desnuda y entierra, junto a los cadáveres de Acteal, la esperanza de que ``Chiapas se pudra solo''. La guerra de baja intensidad, que ya demostró sus crueles limitaciones en Guatemala y El Salvador, ha llegado tarde a Chiapas. Es tiempo de sustituirla por una política de paz de alta intensidad.
Hay mucha anécdota en torno al origen del movimiento zapatista, pero una sola realidad: lo asombroso es que no se haya dado antes. La historia de explotación inmisericorde de la tierra y el trabajo en Chiapas hubiese justificado no una, sino mil rebeliones en ese maravilloso estado de riqueza inmensa e inexplotada, trabajo inmenso pero explotado, y encuentro fértil de culturas indígenas, mestizas y europeas. A la sucesión de gobernantes nacionales y locales habría que preguntarles, y ustedes, ¿qué hicieron por Chiapas? ¿Cuántas personalidades políticas, cuántos discursos, cuántas promesas han pasado, sólo en este siglo, por los palacios del poder en Chiapas, sin resolver un solo problema de esas comunidades descalzas, empapadas, sangrientas, que nos ha revelado Ricardo Rocha? ¿Pueden, después de la matanza de Acteal, dormir tranquilos los hombres que han ejercido el poder en Chiapas?
Las soluciones, sin embargo, están a la mano. Recuerdo el desconcierto y el enojo de Luis Donaldo Colosio cuando se dio cuenta de que las enormes sumas destinadas por la Sedesol al desarrollo de Chiapas, habían terminado en unos cuantos bolsillos y unas cuantas carreteras para beneficio de los terratenientes. No se trata de repetir ese error. Se trata de concertar voluntades políticas para llegar a acuerdos políticos en Chiapas. Los Acuerdos de San Andrés fueron precisamente eso, acuerdos entre las partes y si no tiene sentido renegociar lo negociado, sí lo tiene llevarlo ante la soberanía nacional, desechar lo desechable, reformar lo reformable y cumplir lo prometido. Que la negociación chiapaneca se convierta en negociación, debate y acuerdo nacionales, pauta para superar antiguos conflictos y espacio para concertar nuevos propósitos en un México cuyo destino y vocación mestizas no pueden excluir, ni transformar a la fuerza a las antiguas minorías indígenas.
Que sean éstas, y no nosotros, los mestizos de las ciudades, quienes decidan a su propio ritmo cómo se incorporan a la mayoría indoeuropea del país. La modernidad tiene muchos niveles, y lo que puede parecerle anacrónico a un chilango acaso seá el presente vivo de una cultura ab-original. ¿Facilita o entorpece un estatuto de autonomías el proceso de eventual integración mestiza? Las comunidades indígenas de Chiapas no sufren de retraso sino de injusticia; aquélla es resultado de ésta. Pero el corte del mundo indígena no es vertical, es horizontal, es un mundo integrado ya de mil maneras a la sociedad característica del país. Superar las injusticias es la mejor manera de integrar. Respetar las diferencias es la mejor manera de fortalecer la solidaridad.
En todo caso, no son los indios quienes amenazan con ``balcanizar'' a México. Es México --todos nosotros-- quienes hemos balcanizado a los indios. Compartamos con las comunidades indígenas de México esta convicción, este programa: las culturas perecen en el aislamiento y florecen en contacto con otras culturas.
Imaginación política y cultural. Voluntad política y cultural. Memoria política y cultural. Todo ello necesitará el gobierno de Ernesto Zedillo para llevar a buen puerto el conflicto chiapaneco. De lo contrario, Chiapas se convertirá en el albatros que, como al antiguo marinero de Coleridge, se le enrede al cuello de su presidencia y la paralice durante los tres años --años electorales-- que le restan. Mejor que nadie lo dijo Kant: ``Nada debe ocurrir durante la guerra que haga imposible una paz ulterior''.