La designación presidencial del diputado Roberto Albores Guillén como gobernador de Chiapas, es un nuevo intento del PRI de seguir rigiendo aquella entidad en solitario. Ninguna fuerza política fue consultada para este nuevo intento de recomposición, y tampoco se aprecia que la destitución de Ruiz Ferro signifique un cambio de estrategia del poder central en aquella sufrida entidad del sureste mexicano.
El presidente Zedillo, así como sus consejeros, no quiere admitir que en Chiapas se dan cita varias crisis: la del poder político, la de las formas de dominación y la de la estructura económica. El poder priísta carece de capacidad para emprender reformas sociales y políticas. Las viejas formas de sometimiento de grandes franjas de la sociedad --especialmente de los indios, de los campesinos mestizos y de los habitantes de algunas zonas urbanas-- no están funcionando ni pueden volver a funcionar. La sociedad chiapaneca (si es que puede hablarse de ella con propiedad) no se encuentra en condiciones de seguir organizada como hasta ahora: los de arriba no pueden y los de abajo no quieren.
Esa manera en que el PRI se empeña en rescatar su hegemonía política, como si nada hubiera pasado en Chiapas en los últimos 20 años, solamente genera violencia. Con un nuevo gobernador priísta (uno más de la larga lista de sucesivos políticos fracasados en la entidad: cinco en cuatro años) no se crearán los medios políticos para alcanzar acuerdos de solución de aquellas crisis. El diputado Albores Guillén no podrá gobernar sin su partido, y éste se muestra dispuesto a todo para mantenerse en el poder, de tal forma que no admite ninguna reforma que altere su hegemonía en cada poblado, en cada municipio, en cada región: el PRI se ha convertido, en varias zonas de Chiapas, en una banda de delincuentes organizados y con ellos tendrá que vérselas su nuevo jefe, el flamante gobernador, enviado como encomendero presidencial por el jefe del Estado mexicano.
La revolución en Chiapas no será detenida con más militares, más Sedesoles, más paramilitares, que constituyen lo principal de la estrategia de Ernesto Zedillo, sencillamente porque no es posible detenerla con nada, aunque de vez en vez se le puede golpear y retrasar. La revolución política en Chiapas --inicio de los grandes cambios sociales-- está en curso como movimiento original con muchas expresiones. Pero el gobierno federal ni siquiera ha sido capaz de elaborar una estrategia de pequeñas reformas, sino de contrainsurgencia, mediatización, amenazas y violencia.
Nombrar un gobernador sin partido y promover, a partir de este hecho, un acuerdo básico entre las fuerzas políticas de la entidad para llevar adelante un programa de reformas sociales y políticas, es lo más aconsejable en el momento actual. Sin embargo, el camino de Ernesto Zedillo no atraviesa por la renuncia al poder local, aunque éste sea precario y, esencialmente, generador permanente de violencia.
El EZLN probablemente siga renuente a pactos políticos concretos y limitados y está en su papel asumir esta conducta, pues se trata de una organización rebelde. Pero eso no significa que sea imposible su apoyo a un esquema de solución política inicial, aunque con ello no se resuelva el problema de la rebelión pero, al menos, se logre la disminución de la violencia política y se empiecen las reformas.
El movimiento revolucionario chiapaneco debería hacer un pacto formal para promover la formación de un gobierno que no fuera encabezado por ningún partido (solución temporal pero necesaria), actuar de manera completamente coordinada pero sin supeditaciones a ninguna organización, y generar una solidaridad nacional e internacional favorable al objetivo político de alcanzar ese nuevo gobierno comprometido con las reformas sociales y políticas.
Un planteamiento de solución inicial de este tipo tendría un gran futuro y arrinconaría al gobierno de Ernesto Zedillo para obligarlo, además, a cumplir con sus compromisos, con los acuerdos de San Andrés y con la propuesta de reformas constitucionales presentada por la Cocopa.
Para los partidarios del cambio no existe mejor instrumento que la sistemática búsqueda de la unidad. Tal es una de las grandes lecciones de México en las últimas dos décadas. El exclusivismo revolucionario ha sido uno de los obstáculos para alcanzar los cambios democráticos y sociales, por lo que, en los hechos, aquél opera en favor de los conservadores, es decir, del poder priísta.
A la línea de Ernesto Zedillo de insistir en un gobierno en solitario, habría que oponer aquella otra de la coordinación política de todas las fuerzas del cambio, aunque entre ellas persista la crítica. Si se pudieran presentar ante el país y el mundo dos líneas políticas concretas bien diferenciadas, la claridad se transformaría en factor de avance de la democracia y la justicia.