Quizá cuando abruma la impotencia, se recurre al apoyo secular de los mitos, ese discurso que contempla fuera del tiempo los hechos humanos. Pero vivimos en el tiempo, en un tiempo convulsionado, por tantos motivos convulsionado. Y a dos años del nuevo milenio, la fecha, ella misma arbitraria, no dice nada. Es el presente el que se impone con la esquizofrenia de su carga.
Y aquí recurro a la torre de Babel, y la incomprensión de las lenguas, la fragmentación del verbo, la atomización de la mirada. ¿Cómo mantenerse con los ojos cerrados, con la boca en silencio y la pluma en reposo? ¿Cómo no suponer que al menos en teoría hay acuerdo? Y sí existe un acuerdo, el rechazo a la violencia. Sólo que de ahí en adelante se convierte toda en una aberrante Babel.
Y es que la violencia ha ido creciendo, creciendo hasta llegar a los horrores de Chiapas. Y si bien es cierto que las muertes hicieron tristemente célebre a Acteal, no lo es menos que sólo fue así porque fueron muchas a un tiempo. Antes y después --ahora mismo-- se siguen sucediendo, por las armas o por las armas de la miseria extrema. Parecería esto tan obvio y sin embargo baste escuchar ciertas voces, leerlas, para darse cuenta de que esa realidad puede ser interpretada de muchas maneras. Puede ser adosada negativamente a una agenda empresarial o política donde los indios y su silenciosa estridencia conspiran en contra de la modernidad. Porque hay conspicuas ``gentes de razón'' que se siguen manifestando en la terrible lejanía del discurso. Mucha retórica y pocas nueces. Y al mismo tiempo, las voces cortadas de los indios, con su escaso dominio del español, hablan. Pero hablan más las imágenes lacerantes de su situación ayuna de esperanza. Palabras más, palabras menos, pero ``la culpa sigue siendo de los tlaxcaltecas'', o de los tzotziles o de los tarahumaras, o de los otomíes.
Y es que la violencia se fue enseñoreando de nosotros, que permitimos los abusos, que con nuestro laisser faire, hemos si no alentado, sí propiciado la descomposición social que ahora nos ahoga. Fragmentamos el cauce de nuestras palabras buscando una comunicación parcial e interesada. Allá los otros, los que no son como nosotros. Allá su lengua que no es la nuestra. Que coman pasteles si no quieren comer pan.
Y, de pronto, la selva se hizo presente, la selva chiapaneca y la selva citadina. Pero no la indudable belleza de la selva sino su horror. La violencia de la muerte que se asoma por todas partes, la muerte que pudo haber sido evitada, si, en efecto, hubiéramos hablado una misma lengua. Es sólo que fuimos convenientemente sordos y ciegos ante el colapso de la torre, hasta que las piedras se nos cayeron encima.
Inmersos en el dolor y la rabia de la impotencia, vemos ahora cómo se nos desmoronó el edificio y queda la sensación de las muertes anunciadas que pudieron haberse evitado. Pero se ha impuesto el peso de la violencia que despoja de la vida, o de las maneras dignas para vivir esa vida. Los lobos siguen enseñando los dientes, pero ya no es sólo la señal de una pequeña mordida en una esquina, es el zarpazo, la dentellada, es una manada contra la otra o la otra. Lucha a muerte por los espacios de riqueza, de poder, por la prevalencia de un punto de vista y el desconocimiento de los otros.
Sin embargo, entre las ruinas de esta Babel cada vez surgen más voces que buscan hacerse entender, encontrar de nuevo la concordia de una lengua común que nos permita, al fin, hacerle frente a tanto horror. Porque no podemos guardar silencio, cruzarnos de brazos, dejar que impere el reino del terror y el rechinar de dientes. Voy a terminar con una muletilla mal empleada por los políticos. Sí, la solución somos todos, pero todos, nos esos cuantos privilegiados que se acogieron a su insoportable demagogia.