La Jornada sábado 10 de enero de 1998

Adolfo Gilly
Desconcierto

La masacre de Acteal fue la debacle repentina de la estrategia Chuayffet para acabar con la rebelión indígena. Pero junto con Chuayffet, parece haberse ido del gobierno hasta la última ficción de un orden que ya estaba quebrado por dentro desde hacía rato.

El país asiste a un espectáculo de indecible desconcierto entre quienes detentan el poder pero se muestran incapaces de ejercer un mando unificado, única forma en que un verdadero mando puede existir. Francisco Labastida entró a la Secretaría de Gobernación hace una semana sin una política definida para Chiapas que sustituyera al desastre de Chuayffet y sus escribidores de comunicados. Este es el día en que esa política todavía no se define. Entretanto, cada uno hace y dice lo que quiere.

Por un lado, Arturo Warman, secretario de Agricultura, declara que ``la paz temporal que consagraba y protegía la Ley de Concordia y Pacificación está llegando a su fin'' y afirma que ese ``estado de excepción'' es lo que ``ha generado la aparición de grupos armados y áreas de impunidad''.

Por el otro, la PGR cita a declarar a un número creciente de altos funcionarios del depuesto gobierno de Chiapas, a comenzar por el ex gobernador Ruiz Ferro, y se dice dispuesta a fincar responsabilidades penales relacionadas con la masacre.

Por un lado, el Ejército insiste en entrar en las comunidades indígenas. Dice que va a buscar armas, cuando nadie mejor que los mandos militares puede saber quién y cómo provee de armas y entrena a los paramilitares, y esos no están en las pobres casas que ellos catean. Donde las verdaderas armas están, en cambio, no las buscan.

Por el otro, las mujeres mantienen la valla humana que impide a los soldados entrar a los poblados y, como de costumbre, saquear chozas y bienes bajo pretexto de cateo.

Por un lado, el jefe de la Séptima Región Militar acusa, a título personal, al obispo Samuel Ruiz de estar directamente involucrado con el EZLN desde hace mucho. Dice haber encontrado libros editados por la diócesis junto a algunas pistolas y escopetas.

Por el otro, la diócesis responde que esas acusaciones son fantásticas y confirma que, en efecto, entre esos libros el Ejército encontró uno titulado Santo Evangelio según San Marcos, título altamente sospechoso.

Por un lado, el EZLN denuncia que el Ejército avanza hacia sus posiciones de montaña y está buscando un choque que justifique el relanzamiento de la guerra.

Por el otro, el secretario de Gobernación, Francisco Labastida, declara a los periodistas que no hay peligro de guerra, pues ``la mayoría del gobierno está por una salida pacífica''. Cuando los periodistas preguntan a su vez si hay una minoría que está por la guerra, ya no obtienen respuesta. La prolongación de la ausencia de política lleva inexorablemente a que cualquier aventurero pueda imponer la suya.

Ese mismo secretario de Gobernación ha dado, involuntariamente, una de las señales más ominosas de extravío y de desconocimiento de la presente realidad. Al hablar del subcomandante Marcos, no lo llama por ese nombre por todos conocido, sino ``Guillén''. ¿Cuál diálogo busca el secretario, cuando en lugar de respetar a su interlocutor lo llama por un nombre que, en boca del gobierno, recuerda la fallida intentona de apresarlo a mansalva el 9 de febrero de 1995? ¿Esa es la palabra de paz de Labastida?

El desconcierto reina en el gobierno y la crisis de mando multiplica el peligro de una aventura sangrienta lanzada por alguna de las más desesperadas bandas en el poder. Acteal no es un simple hecho del pasado. Sigue siendo un posible presagio del futuro. La respuesta no puede ahora venir de un gobierno sumido en semejante desorden. La movilización de la sociedad es la que puede proteger la paz de México y la vida de los niños, las mujeres y los hombres de las comunidades indígenas hoy cercadas y encañonadas por las armas con cartucho cortado.

La movilización del 12 de enero es decisiva, tanto como la de hace cuatro años. Por una vez, de las calles y las plazas pueden venir el orden y la sensatez que se ha borrado en las alturas del poder.