EL TONTO DEL PUEBLO Ť Jaime Avilés
Zedillo: la guerra perdida
Tomado por sorpresa el primero de enero de 1994, el Ejército Mexicano recuperó en pocos días las ciudades ocupadas militarmente por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). El 16 de enero, cuatro días después de la multitudinaria manifestación por la paz en el Zócalo de la ciudad de México, el Ejército Mexicano se detuvo a 80 kilómetros de Guadalupe Tepeyac, en la cañada de Las Margaritas, y a una distancia similar del ejido San Miguel, en la de Ocosingo. Las tropas federales mantuvieron esas posiciones hasta el 19 de diciembre del mismo año, cuando los zapatistas -sin disparar ya un solo tiro- emprendieron su segunda campaña militar de ese año.
La movilización estratégica del Ejército Mexicano, en diciembre de 1994, tuvo la finalidad de preparar el asalto sobre las posiciones del EZLN en febrero de 1995. En marzo y abril, mientras se pactaba el formato para la reanudación del diálogo -formalmente interrumpido el 10 de junio del año anterior por decisión unilateral del EZLN-, el aparato de seguridad del Estado, bajo la cobertura del Ejército Mexicano, dio los primeros pasos para organizar un grupo paramilitar en el norte de Chiapas, fuera, según la versión oficial, de la llamada zona de conflicto.
En mayo de 1995 apareció Paz y Justicia y, con sus pistoleros a sueldo, estalló una nueva guerra, una guerra subrepticia, conocida técnicamente como de baja intensidad. Durante el resto de 1995 y todo 1996, los servicios de inteligencia del Estado trabajaron con tesón en los preparativos necesarios para extender la guerra de baja intensidad a la región de los Altos.
La construcción de milicias paramilitares en los Altos corrió a cargo del general Mario Renán Castillo Fernández, comandante de la séptima Región Militar con sede en Tuxtla Gutiérrez. Los expertos bajo su mando, adiestrados como él en la escuela de contrainsurgencia de Fort Bragg, Carolina del Norte, asumieron la minuciosa tarea de averiguar, en primer término, cuán grandes eran las áreas de influencia del EZLN en las cadenas montañosas que rodean la ciudad de San Cristóbal.
Boquiabiertos, probablemente, porque nunca imaginaron que la fuerza política del EZLN fuese tan extendida, tan densa y tan sólida, los especialistas en contrainsurgencia procedieron a examinar, con lupa, aquellos municipios donde existían contradicciones entre la población indígena zapatista y la población indígena afiliada al PRI. (Véase al respecto el brillante ensayo de Andrés Aubry en el Masiosare del 28 de diciembre.)
El diagnóstico reveló que entre los más pobres de los pobres había núcleos aún más pobres, y fue a éstos a quienes, usando las estructuras municipales del PRI, el aparato del Estado atrajo para sembrar los primeros implantes de la paramilitarización. En mayo de 1997, cuando los autores del proyecto consideraron que tenían un número suficiente de fuerzas irregulares, comenzó la nueva etapa de la guerra encubierta.
Entre mayo y septiembre de 1997, los paramilitares, que poco a poco se iban articulando en el Movimiento Indígena Revolucionario Antizapatista (MIRA), iniciaron una campaña de hostigamiento contra las bases de apoyo del EZLN, mezclando el terror selectivo contra el hostigamiento a aldeas enteras; luego, como lo explicó don Samuel Ruiz en su entrevista con Ricardo Rocha (14 de diciembre de 1997), empezaron los saqueos a las comunidades, el robo de las cosechas, el incendio de las viviendas.
De septiembre a noviembre, la ofensiva paramilitar alcanzó su punto más alto, con el evidente propósito de desorganizar a las bases del EZLN, provocando que miles de personas huyeran a las montañas, desprovistas de todo: techo, vestido, alimento, trabajo y seguridad. Cuando la prensa al fin se dio cuenta de esta barbarie, la intensidad de la guerra bajó de nuevo para conservar el desorden en el grado en que se encontraba, a fin de impedir que los desplazados reorganizaran su vida cotidiana.
Entonces, aprovechando que el país ya se había ido de vacaciones, ocurrió lo de Acteal.
La matanza del 22 de diciembre constituyó un golpe estratégico, aunque, para variar, mal calculado y mal ejecutado. Con la complicidad de los agentes de la policía de Seguridad Pública que acordonaron la zona para proteger a los paramilitares; bajo coordinación logística de Uriel Jarquín y Homero Tovilla, operadores políticos del (ex) gobernador Ruiz Ferro; bajo la supervisión del Consejo Estatal de Seguridad Pública (órgano rector de la contrainsurgencia) y el consentimiento del (ex) secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet Chemor, los asesinos llegaron a Acteal -según las pesquisas más recientes- dispuestos a batirse en un enfrentamiento con los desplazados, no a acribillarlos.
Pero los habitantes del campamento, quienes ya sabían de la inminencia del ataque y quienes además carecían de armas para defenderse, siendo como eran un grupo católico profundamente religioso, decidieron hincarse a rezar y pedir al cielo que sus verdugos los perdonaran. Ricardo Rocha demostró en su magnífico programa del domingo pasado que la mayoría de las heridas de arma de fuego que presentaban los cadáveres tenía orificio de entrada por la espalda.
Los paramilitares tenían órdenes precisas y las ejecutaron hasta saciarse. Sin embargo, se les pasó la mano. Ello explica que, esa noche, Uriel Jarquín hubiese llegado al amparo de las sombras a tratar de desaparecer un cierto número de cadáveres, que la Cruz Roja encontró ``amontonados'', de acuerdo con lo que dijo a Rocha el jefe de los socorristas que prestó sus servicios en la escena del espanto. En Acteal acababa de consumarse un crimen de Estado. Y lo que sobrevino entonces, tal como estaba escrito en el guión general de la guerra, fue una cínica explicación de Estado.
La Presidencia de la República, por medio del doctor Ernesto Zedillo, reaccionó el 23 de diciembre con una declaración contundente: ``Fue un acto cruel, absurdo e inaceptable''. La Procuraduría General de la República ``atrajo'' la investigación al fuero federal y su titular, profesionalmente enojado, prometió investigar ``hasta las últimas consecuencias''. La presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, después de un titubeo que le permitió enviar a Chiapas a su tercer visitador, se trasladó personalmente a la región de los Altos.
El abogado de la nación actuó con presteza. El 25 de diciembre, todos los indicios así lo sugieren, maniobró para que algunos paramilitares se ``encontraran'' con el cortejo fúnebre de las 45 víctimas y los ``capturó'' en ese instante, en lo que todavía parece una ``entrega voluntaria'' para proteger a los chacales y ``obtener'' pistas. En seguida, sus indagaciones le permitieron descubrir que todo había sido producto de un ``conflicto intercomunitario'', y siguió ``aprehendiendo'' a pequeños actores de reparto.
Pero la guerra, planeada con antelación y cuidado, mantuvo su curso ascendente. Después de la matanza, el aparato de seguridad del Estado detectó ``movimientos de tropas zapatistas en la Selva'' y mandó 5 mil efectivos a... los Altos. Las fuerzas regulares de combate, por lo visto, ocuparon la zona que habían ``preparado'' las fuerzas irregulares. Gracias a esta operación, la administración del doctor Zedillo cerró la pinza que le faltaba en su esquema de aniquilamiento, pues no debe olvidarse que, durante 1995 y 1996, el régimen no cesó de multiplicar sus fortificaciones militares en las cañadas.
Ahora, desde el punto de vista del ``gobierno'', todo está listo para dar paso a la ofensiva final contra el EZLN. Posesionado con inmensas dotaciones de tropa en los Altos, el Ejército Mexicano avanza desde el jueves hacia las posiciones de montaña de los insurgentes con la previsible intención de caer sobre el subcomandante Marcos. Para los estrategas de esta guerra, cercenar la cabeza del ``jefe máximo'' sigue siendo un requisito para negociar la rendición de las bases. Cuatro años de discusiones sobre este punto no los han hecho cambiar de parecer.
El régimen, aparentemente, está jugando una carrera contra el reloj. La fecha límite es pasado mañana, cuando en México, en París, en Roma, en Berna, en Madrid, en Barcelona y en diversas ciudades de Estados Unidos se llevará a cabo una movilización mundial sin precedente en esta guerra, cuyos objetivos son pedirle al doctor Zedillo que ponga fin a esta aventura insensata y honre su compromiso de cumplir los acuerdos de San Andrés, pero, al mismo tiempo, demandar a los países miembros de la Unión Europea que rompan las negociaciones del tratado de libre comercio con México y le impongan sanciones por violar los derechos humanos de los más pobres y desamparados de Chiapas, pero al mismo tiempo, exigirle al gobierno de William Clinton que suspenda la ayuda militar que su vecino del sur utiliza contra la justa rebeldía de los pueblos indios.
Otra lectura sugiere que el nuevo secretario de Gobernación, Francisco Labastida Ochoa -quien ciertamente representa un proyecto alternativo dentro del PRI, adverso a los intereses facciosos del sindicato de gobernadores del sureste, pero no ajeno a los megaproyectos del neoliberalismo en esa región y en los cuales no caben los indios-, está utilizando irresponsablemente al Ejército Mexicano, y montándose en el guión diseñado macabramente por Chuayffet, para obligar al EZLN a regresar a la mesa del diálogo en las condiciones más desfavorables que pueda imponerles.
Si esto es así -y si no también, dice el tonto del pueblo-, estamos ante una nueva ofensiva militar, semejante a la del 10 de febrero de 1995, y los riesgos para Zedillo, para Labastida, para la imagen del Ejército Mexicano y para la estabilidad del país son altísimos. Si algo falla en estos cálculos de extraordinaria sangre fría, la sangre caliente brotará a borbotones.
Por lo pronto, al emplear a los generales sin oficio político en funciones que sólo corresponden a la policía civil, Labastida, por acción o por omisión, ha propiciado un enfrentamiento abierto y público entre el Ejército Mexicano y la Iglesia católica. Y entre esas dos instituciones ha quedado nada menos que la Presidencia de la República, pues las tar-días declaraciones del secretario de Gobernación, diciendo que ``Samuel Ruiz es un factor de paz'', no bastarán para atenuar la sensación de agravio de los altos mandos castrenses ni la bofetada torpemente asestada a la jerarquía eclesiástica. Un pésimo saldo para alguien que hoy cumplirá apenas siete días como ``jefe'' de la política interior del país.
Pero lo más importante no se ha dicho: desde el 12 de enero de 1994, cuando la sociedad civil así se lo impuso, el EZLN se convirtió, paradójicamente, en una fuerza política no violenta. En junio de aquel año histórico, al romper el diálogo con el gobierno de Salinas, los zapatistas inauguraron un diálogo que nunca se ha interrumpido con la sociedad civil de México y del mundo entero. En esa misma línea, el EZLN reanudó el diálogo con el doctor Zedillo y, a pesar de las múltiples provocaciones de Ruiz Ferro, permaneció en la mesa de negociaciones hasta septiembre de 1996, después de haber firmado acuerdos con los representantes oficiales del presidente de la República (que jamás se han cumplido).
Privilegiando la vía pacífica en términos absolutos, el EZLN ha ganado de calle la guerra política. Eso explica en buena medida que, incapaz de vencer en la mesa del diálogo a los más débiles e iletrados, el régimen persista en su desesperado empeño de destruirlos por la vía militar: un genocidio en grado de tentativa (que sin embargo cobró forma concreta el 22 de diciembre en Acteal) que ningún país civilizado de la Tierra ha visto con simpatías sino, al contrario, con horror y con preocupación legítima y genuina. ¿O acaso puede el doctor Zedillo presentar evidencias de una sola manifestación en México o en el extranjero que haya salido en su defensa? ¿Alguna declaración de algún partido, gobierno, parlamento o autoridad religiosa que lo aliente a llevar la barbarie hasta sus últimos términos? México vive hoy el cuestionamiento diplomático más grave que se recuerde en muchos años y los causantes de esta calamidad no pueden empecinarse en decir que marchan -y nos hacen marchar- por el rumbo correcto.
Salgamos el próximo lunes, una vez más, a parar esta guerra. La cita es a la cuatro, del Angel al Zócalo.