Carlos Bonfil
Retrato de una dama

mail [email protected] < En el prefacio a su novela de 1881, El retrato de una dama, el escritor Henry James se preguntaba a propósito de su heroína, Isabel Archer, ¿qué misterioso mecanismo hacía que una joven presuntuosa, vagamente inteligente, pudiera acceder a los altos atributos de un personaje? Y lograr, sobre todo, que alguien se interesara en su destino. ¿Cómo podía también enviciarse ese destino y sobreponerse a la corrupción moral? La novela debía ser el esbozo de una respuesta a estas interrogaciones.

Por su parte, la cinta más reciente de la neozelandesa Jane Campion, The portrait of a lady (Retrato de una dama, sin el inútil calificativo de ``íntimo'' que en México le asesta el olfato publicitario), narra las desventuras y vicisitudes en la vida sentimental de Isabel Archer, a quien le esboza, desde una óptica feminista, un destino de libertad y autonomía. Emulando al maestro estadunidense, Campion propone, a su vez, un prólogo personal donde varias jóvenes disertan en nuestros días acerca del amor y de los reflejos amables que la pasión envía a los amantes. Retrato generacional y luminoso, manifiesto minimalista de una sensibilidad femenina celebrando la liberación de su palabra. Inmediatamente después, la cineasta sitúa la acción en Gardencourt, Inglaterra, en el año de 1872, saltándose desenfadada y astutamente las cien primeras páginas del libro. Frente a una novela considerada siempre infilmable por su complejidad narrativa. Campion acomete lo que con mejor tino ha hecho desde el inicio de su carrera: ofrecer a su vez un retrato moral y psicológico de Isabel Archer como posible heroína moderna. Y si en la novela la larga descripción de estados de ánimo, coincidencias y desencuentros temperamentales, vuelve la lectura fascinante y difícil, ¿cómo pensar, que en el contexto del culto a la acción hollywoodense, Campion podría reproducir esa intención de la novela y al mismo tiempo ``entender'' a un público masivo? La apuesta parece perdida de antemano, pero es eso, una apuesta. Y en la trayectoria artística de Campión, un esfuerzo audaz digno de aprecio.

Es imposible no reconocer en Isabel Archer (Nicole Kidman) algunos rasgos morales que comparte con otras heroínas de Jane Campion, desde la escritora Janet Frame de Un ángel en mi mesa, hasta Ada, la joven muda de El piano. Está presente la misma inquietud por explorar en un personaje femenino el significado y calidad de su voz, ya sea en su ausencia manifiesta, en su exuberancia atropellada, o, como en el caso de Isabel Archer, en las dificultades para romper verbalmente el cerco masculino que la condena al hostigamiento seductor, a las vejaciones conyugales, o a la represión de su libre albedrío.

Isabel Archer, rica heredera estadunidense, parte a Inglaterra, y pocos años después a Roma, se casa con un hombre que la desprecia, se involucra con él en una dinámica sadomasoquista, y a pesar de su inteligencia, sucumbe a un tejido de disimulaciones y mentiras del cual intenta con grandes esfuerzos salir indemne. Retrato de una dama es la crónica lenta, sin anécdotas ni eventos apasionantes, de un encierro existencial, del exilio interior de Isabel Archer y de su renuncia a aceptar las pretensiones y mezquindades de una alta burguesía sedienta de nobleza. Campion intenta una tarea casi imposible de llevar a buen término: describir en una cinta hollywoodense el paisaje mental de una mujer, el proceso de emancipación moral que lentamente le confiere la facultad de elegir, y su decisión final, que como en el caso de las demás heroínas de Campion, es un enorme signo de interrogación en la pantalla, un desenlace abierto, un rostro femenino en primer plano con la insinuación de un destino incierto, pero finalmente propio.

Jane Campion se esfuerza por transmitir los conflictos anímicos de Isabel, sus dudas y vacilaciones, precipitandola muy a menudo en un mar de llanto o en actitudes de dolor contenido, sin lograr por ello transmitir intensidades dramáticas similares a las de sus cintas anteriores. A la elegancia de los decorados y vestuarios responde, con automatismo irritante, un inesperado preciocismo visual en la directora: la cámara que insistentemente persigue por el suelo el vestido de Isabel en el nerviosismo de sus desplazamientos; los planos inclinados apenas justificables; las escenas oníricas donde el detalle surrealista es ruptura estilística, pero poco más que eso. En un afán por dar a su adaptación de James un toque original, o modernista, la directora recurre a efectos que su destreza artística en verdad no necesita. Es preferible su manejo de detalles, el escrutinio de los rostros, el insecto atrapado en un vaso, como metáfora del encierro espiritual de Isabel Archer, el rostro descompuesto de la señora Merle (Barbara Hershey) bajo la lluvia, el beso de la heroína a los labios fríos del primo tuberculoso agonizante (Martin Donovan), el manejo de claroscuros, el ensombrecimiento de Roma, la crueldad de Gilbert Osmond (John Malkovich) pisando el vestido de su mujer para obligarla a frenar su paso, a caer, y a humillarse. Todos estos son momentos de gran justeza estilística. Son, en todo caso, el mejor complemento y respuesta que una artista de vocación feminista puede ofrecer a Henry James, observador implacable de la naturaleza femenina.