Me parece que algunas de las palabras más sentidas y más veraces que se han dicho o escrito acerca del drama chiapaneco, fueron pronunciadas por Jaime Sabines en una breve entrevista que publicó ayer La Jornada. Explicó su renuncia a alimentar la hoguera con sus propias exaltaciones anímicas: ``Ya no quiero decir nada de Chiapas. Me duele mucho hablar de él. Está envenenado, de odios, de resentimientos''. Y apuntó después: ``La gran tarea de Chiapas es la reconciliación''.
Se le inquirió cuál sería su mensaje a las comunidades de su dolorida tierra y reiteró: ``Los poetas hablamos solamente de amor, ¿de qué otra cosa podemos hablar? Quisiéramos que acabara el odio, el resentimiento, la venganza, el afán de venganza que hay ahorita en Chiapas, eso es lo más difícil''.
Pienso que Jaime Sabines asumió la voz de los inocentes, de los sacrificados en Acteal, de los muertos que de tiempo atrás aparecían en diversos lugares, víctimas todos ellos de los malignos y degradantes vicios del alma que denunció el poeta. Si hoy pudieran hablar por sí mismos, pedirían clemencia para los que todavía sobreviven y que permanecen acosados por la omnipresente amenaza de nuevos crímenes, perpetrados por sus propios hermanos de raza y presumiblemente instigados por una turbia mezcla de intereses materiales, mezquinas ambiciones de poder, fanatismos religiosos e inconfesos mesianismos, teologales o laicos, que de las dos clases hay en la viña del Señor.
Es ostensible que el odio obnubiló a quienes masacraron a mujeres y niños y vaciaron vientres maternos durante las horas de horror transcurridas en una pequeña y apartada población, casi desconocida, cuyo nombre hoy se repite en el mundo entero como estigma de barbarie desenfrenada. No es difícil adivinar que los asesinos no actuaron fríamente y sin motivaciones personales, como suelen hacerlo quienes están entrenados para matar y lo hacen por encargo. Si se intentó, como reseñan algunos reportes periodísticos, desaparecer o enterrar algunos cadáveres, no fue para ocultar un crimen que, por colectivo, era inocultable, sino para esconder el odio con que fue cometido.
Los resentimientos y el afán de venganza subyacen innegablemente en el entorno social anterior y posterior a los terribles sucesos que han conmovido a propios y extraños. La sabia intuición del poeta hace percibir a Sabines que no es su acumulación sino su desvanecimiento el camino para redimir a los chiapanecos de la ancestral adversidad que los lacera.
Pero el oportunismo político, disfrazado de indignación, pretende adueñarse del trágico escenario e imponer, a actores y espectadores, la consigna única e inexcusable de participar en una irracional competencia para exacerbar las pasiones, con imputaciones, condenas y linchamientos, fincados exclusivamente en aversiones y prejuicios, convenientemente revestidos con frases incendiarias y flagrantes provocaciones.
Como reacción natural, las acusaciones se tornan recíprocas y ya se advierte que la intransigencia vuelve a asomar su faz ominosa en ambos lados de las barricadas, al punto de poner en jaque a la estrategia de diálogo y de convocatoria a la pluralidad de actores para que concurran a aportar su voluntad política o sus buenos oficios en la tarea de reconciliación de que nos habla el poeta Sabines.
No son la búsqueda de la justicia ni el reforzamiento de las metas reivindicatorias del indigenismo chiapaneco, los móviles de los partidos políticos ni de sus aliados permanentes u ocasionales, ni de sus organismos y grupos filiales. Hay un descarnado pragmatismo que advierte, en la coyuntura creada por los dolorosos sucesos de Acteal, una ocasión sumamente propicia para golpear a su principal adversario en la lucha por el poder, e imponerle una derrota tanto más ventajosa cuanto que no tuvieron que empeñar otro esfuerzo que no haya sido el de cobijarse bajo una bandera empapada con la sangre de seres inocentes.
¿Son legítimas esas voces estentóreas que, en nombre de las víctimas, claman por que se haga justicia? ¿Son siquiera auténticas? Me permito dudarlo. Me parece que una voz genuina, la que tiene autoridad moral para hablar por los muertos, aunque ni siquiera lo pretenda, sólo puede ser la voz de un poeta como Jaime Sabines. Y esa reposada voz pide acabar con el odio, el resentimiento y el afán de venganza. Y nos invita a todos a la reconciliación.