Los pronósticos tranquilizantes del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de muchos economistas que señalaban que la recuperación de las finanzas de los países del Asia sudoriental sería rápida, que la crisis en esa región podría tener, a fin de cuentas, un efecto positivo y que 1998 sería, por lo tanto, un año de crecimiento económico, parecen chocar violentamente con los hechos que ponen nerviosos a otros especialistas. Algunos importantes diarios euro- peos, por ejemplo, han llegado a sostener en días recientes que la crisis en el sudeste asiático ha escapado a cualquier control, e informan sobre las críticas que habría formulado nada menos que el Banco Mundial a su institución hermana, el FMI. Ese inusitado desencuentro entre dos organismos que históricamente han funcionado en forma conjunta tendría su origen en la opinión del Banco Mundial de que la receta económica que el Fondo aplica a los países en crisis podría ser contraproducente y sólo agravaría los males que espera solucionar.
En efecto, cada vez resulta más claro que una política de enfriamiento basada en el establecimiento de nuevos impuestos indirectos, que reducen los salarios reales y el ahorro, y en la disminución acelerada del gasto público -medidas que producen un incremento del desempleo y que, con la pretensión de abatir el déficit fiscal y la inflación, destruyen capital instalado y causan graves y costosos conflictos sociales- equivale a aplicar una drástica sangría a un paciente afiebrado y debilitado.
Además, es evidente que el FMI no cuenta con los recursos para aportar a muchos países una ayuda inmediata y suficiente para afrontar la crisis económica por la que atraviesan. Se calcula que solamente Indonesia necesitaría 200 mil millones de dólares para recuperarse del desastre financiero, mientras que Corea del Sur, pese a los exorbitantes apoyos que ha recibido, requiere todavía nuevas y masivas aportaciones de capital. Por su parte, Tailandia y Filipinas tampoco se encuentran en condiciones para sobreponerse a su grave crisis. Y si a los problemas asiáticos se suman datos como la caída de 15 por ciento -sólo en 1998- de la Bolsa de Buenos Aires y las difíciles condiciones en las que se encuentra la economía brasileña, puede entenderse la preocupación de quienes no están obligados a simular optimismo ni por su oficio ni por razones políticas. En México mismo, pese a la existencia de ciertos indicadores positivos en materia macroeconómica, millones de personas sobreviven en la pobreza extrema y no se puede descartar que la crisis asiática y la inestabilidad financiera internacional puedan producir nuevos desequilibrios en la economía nacional.
La idea mágica según la cual la crisis en el sudeste asiático llevaría a los inversionistas automáticamente hacia los principales países de América Latina, entre ellos el nuestro, es sumamente peligrosa porque, aparte de que aquéllos encuentran mayores elementos de protección de sus recursos en China o en los países industrializados, la inestabilidad y la inseguridad que atraviesan las naciones latinoamericanas -como la alarmante tensión que se registra en Chiapas, por sólo hablar de México- los desalienta y disuade de invertir sus capitales en mercados donde las cuestiones políticas son factores importantes de riesgo.
Y aunque el hecho de que exista una posible discrepancia entre las instituciones financieras internacionales más importantes, el Banco Mundial y el FMI, no significa necesariamente que el modelo económico que éstas han mantenido e impuesto a muchas naciones vaya a cambiar, cada vez es más evidente que sin una reorientación en las políticas económicas -especialmente en los países emergentes y en desarrollo- para privilegiar el desarrollo productivo, la generación de empleos y la atención de las demandas sociales, antes que los intereses de los especuladores, no podrán corregirse los hondos problemas estructurales que son la causa de fondo de la actual crisis financiera internacional.