MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Una voz en la oscuridad
A la memoria de Alberto Isaac
Uno tiene que acostumbrarse a los silencios. Al principio me desesperaba, insistía: ``¿Bueno, quién habla?''. Ahora no. Me pongo en el lugar de la persona que llama y me doy cuenta de que, en su caso, yo también pasaría por un momento de indecisión. Después de todo no es tan facil contarle asuntos privados a un desconocido, aunque sea por teléfono. Así que ya no repito la pregunta: me controlo y espero.
Esos segundos o minutos son terribles. Temo que mi incapacidad para ganarme la confianza de una persona -en las reuniones de evaluación la llamamos usuaria- provoque algo, o mejor dicho, todo. Cuando leo en el periódico la noticia de un suicidio me pregunto si no se tratará de alguna de las personas que llaman y cuelgan sin decir nada. Quizá no lo harían si supieran el daño que me causan con su huida: me vuelven loca. Aunque trate de evitarlo sigo pensando en ellas: imagino su ropa, su expresión; les pongo mi cara y su silencio es el eco del mío.
Me tengo prohibido hablar de trabajo con mi familia. Sería injusto que, después de haber dejado a la niña sola tanto tiempo, le contara que una muchachita de cinco años, Celia, llamó para decirme que está triste porque cada día que su mamá se va a trabajar la deja encerrada para evitarle los peligros de la calle; que pasa el tiempo prendiendo y apagando la tele y cuando se aburre da vueltas alrededor de su cuarto o se sienta a conversar con las sillas. Piensa que son sus hermanas y a todas les ha puesto nombre. ``María, Benigna, Felícitas, Nayeli''.
Para entretenerla, para acompañarla un poco más, le pedí a Celia que hablase de su papá. Dijo que nunca lo ha visto. Su mamá le prometió que algún día llegará a visitarlas. Por ese motivo se queda horas enteras pegada a la puerta, con la esperanza de que un señor toque y pregunte por ella. ``Y en ese momento, ¿cómo quieres que te diga tu papá?''. ``Pues nada más hija'', me respondió la criaturita.
Celia me contó que su madre se llama Susana. ``¿Cómo es? Platícame, ¿te pareces a ella?'' Son preguntas que les hacemos a los niños para acercarnos, ganar su confianza y demostrarles que realmente nos interesa cómo viven y qué les sucede. Celia permaneció callada. No quise presionarla pero al fin tuve que insistir: ``¿Te pareces a ella?'' Me contestó: ``Las dos estamos tristes''. Seguí: ``¿Tu mamá lo sabe?'' ``No''. ``¿Sería bueno que se lo contaras, ¿no crees?'' Celia me dijo que no puede hacerlo porque su mamá llega muy cansada del trabajo, que cenan cualquier cosa y después se acuestan a dormir.
Por más que necesite desahogarme y compartir mi vida con mi hija Araceli, comprendo que a su edad sería un crimen agobiarla con las cosas que oigo aquí. Prefiero preguntarle cómo le fue en la escuela, a qué jugó con sus amiguitas. Cuando me responde casi no me dice nada. Cena cualquier cosa y se acuesta porque en la mañana tiene que levantarse muy temprano. Yo todavía me quedo despierta esperando a Daniel.
Después de manejar el taxi ocho horas -a veces más- el pobre llega muerto. Imposible contarle que llamó un hombre para decir que piensa suicidarse, que está harto de una vida sin progreso, sin emociones ni estímulos. ``Trabajo, trabajo, trabajo y no salgo adelante. Cada día debo más porque el dinero nunca le alcanza a mi mujer. Siempre que lo dice me esfuerzo; la insulto, la golpeó, me arrepiento, y pienso que la situación cambiará. No es así. Al día siguiente todo vuelve a ser igual: trabajo, trabajo, trabajo; el dinero no alcanza, mi esposa me pide más, me esfuerzo, la insulto, la golpeo, me arrepiento... Quiero salir de este infierno. Lo conseguiré si me mato''.
Es terrible escuchar frases como esa sin perder el control. Hay que mantenerlo antes de dejarse envolver por los argumentos del otro. Tuve que esforzarme mucho para decirle al hombre: ``Piense que si lo hace perderá lo más valioso que poseemos, la vida''. La respuesta fue contundente: ``Sí, pero al menos ya no me sentiré afligido por lastimar a mi mujer. Es lo que más quiero en el mundo y sin embargo no logro dominarme. Apenas la oigo decirme que no le alcanza el dinero siento rabia y desprecio hacia mí mismo por no ser capaz de darle lo que necesita. Me falta valor para confesármelo y entonces lo único que quiero es que se calle, que no me reclame, que no me recuerde que soy un miserable''.
En esos casos los consultores tenemos que mantener la calma, procurar que la persona siga hablando hasta que por sí misma llegue a la conclusión de que el suicidio no es el camino para resolver los problemas. ``Por la voz me doy cuenta de que se trata de una persona joven. ¿Qué edad tiene usted?'' El hombre soltó una carcajada: ``Qué pregunta más estúpida. Se ve que usted está muy tranquila en su chambita, cobrando su sueldo todas las quincenas. A ver, dígame ¿cuánto le pagan por divertirse oyendo a imbéciles fracasados como yo?''
No es raro que los usuarios del servicio reaccionen con violencia. Ante esa situación lo mejor es permitir que se desahoguen y después mostrarse firmes: ``¿Por qué supone que me divierto con el sufrimiento de las personas? ¿Tiene algún motivo para pensarlo? Si es así, dígamelo, o si prefiere, cuelgue''. Enseguida me arrepentí de mis palabras y recé para que el hombre no se alejara de la línea. Permaneció callado unos minutos y cuando al fin dijo: ``No, tengo que hablar'', me dio tanto gusto que me reí.
Entonces escuché un gemido. Me sentí culpable de haber provocado el llanto del hombre y me disculpé. El desconocido siguió llorando con tanta amargura que necesité sobreponerme para no hacer lo mismo. Fue inútil. Se me escurrieron las lágrimas cuando aclaró: ``Lloro de gusto. A lo mejor usted no lo comprende pero deje decirle que hacía meses que no escuchaba a una mujer reírse conmigo. Es bueno que haya sucedido ahora, antes de...''
El hombre colgó sin darme tiempo de preguntarle nada más. Me quedé con el teléfono en la mano, tratando de interpretar el significado de la última frase: ¿querría decir antes de suicidarme? No lo sé, pero desde ese día leo los periódicos en busca de información. Sé que es estúpido. ¿Cómo saber si el hombre que hoy se arrojó a las vías del metro no era él? Además, ¿cómo saber quién es él? No me dio ningún dato, ni siquiera un nombre falso: simplemente su voz se desvaneció.
Aunque sentí la necesidad de hacerlo, no le hablé a Daniel de este caso. Sé que tiene bastante con sus problemas, así que le oculto las historias que le gente me cuenta en el teléfono. Desde que termina mi turno hago todo lo posible por olvidarlas, pero llego a la casa y las recuerdo, entre otras razones porque mi marido siempre vuelve desmoralizado -cómo no, si con todo y que nos pasamos la vida trabajando jamás salimos adelante- y percibo a mi hija resentida porque no tengo ánimos para jugar con ella o atraparla en una conversación que rebase los monosílabos: ``¿Te fue bien en la escuela?'' ``Sí?'' ``¿Hiciste las paces con tu amiga?'' ``No''.
Cuando mi marido al fin llega cenamos cualquier cosa, vemos un ratito la tele y después nos acostamos. El pobre Daniel está siempre tan cansado que enseguida se duerme. Hace mucho tiempo que no me toca. Me conformaría con que me dijera algo, por ejemplo que le gusta oír mi risa.
A la mañana siguiente todo vuelve a ser igual. Salimos temprano de la casa. Mi esposo nos lleva en su taxi primero a la escuela de Araceli y después a mi trabajo. Ocupo mi sitio y espero escuchar el timbre del teléfono. Lo descuelgo con la esperanza de escuchar la voz del hombre que una vez agradeció mi risa.