La Jornada Semanal, 11 de enero de 1998



EL AGUAFIESTAS


Edgardo Bermejo Mora


Edgardo Bermejo es autor de la irónica novela Marco's Fashion y columnista del semanario Etcétera. En este relato se acerca a un mito central de la cultura mexicana y a los contramitos que surgen en las fiestas, a altas horas del tequila y de la noche.



Me he dado cuenta que en los últimos meses he venido practicando un deporte singular: aguafiestas. Se trata de un juego sin reglas preestablecidas ni definición clara de los contrarios, pues precisamente una de sus características es que el contrario no siempre se entera de que participa en el juego, e incluso lo más probable es que no tenga el menor ánimo de hacerlo.

En este deporte urbano, que es de los pocos en el que no sólo se permite ingerir bebidas alcohólicas, sino que de ello depende buena parte de su éxito cuando se trata de jugar a la ofensiva, el rival a veces se da por enterado de que la partida ha iniciado cuando alguien -por lo regular uno mismo- en medio de una conversación más o menos armoniosa, más o menos monótona -el consenso es una palabra que se inventó para definir las conversaciones aburridas- lanza a los cuatro vientos una frase o una idea demoledora, contumaz, antítesis de los matices, enemiga de las concesiones banales y de las modas, las más de las veces imprecisa pero sumamente eficaz a la hora de romper el hielo, de partir el turrón o de quebrantar la paz en esa suerte de divanes colectivos en lo que se han convertido las reuniones de hombres y mujeres de treinta años para arriba.

Uno de los atributos fundamentales de este deporte es que se puede jugar en distintas canchas, esto es, en diversos estratos sociales, ideológicos y políticos. Un aguafiestas puede, por ejemplo, sacudir a quienes habrán de ser, segundos más tarde, sus enardecidos rivales cuando lanza, cerca de la medianoche y en medio de una reunión donde de antemano se sabe que tres cuartas partes de sus asistentes votaron por el PAN, una historia como la siguiente, inspirada en el título de la novela de Salazar Mallén (que a su vez lo tomó de López Velarde): La sangre devota.

``Tengo una amiga -les dije- que asegura haber sido bendecida en su hogar por una más de las misteriosas apariciones de la Virgen, tal y como ustedes han estado hablando en las últimas dos horas. Resulta que una amiga, prestigiada científicaÊa la que sin embargo a veces le fallan las cuentas más elementales, hace un par de semanas se fue a la cama con un tipo que conoció esa misma noche. Durmieron desnudos, abrazados y extasiados, hasta que poco antes del amanecer una sensación viscosa y húmeda que les corría por la entrepierna los despertó. Mi amiga, como podrán imaginar, había comenzado a menstruar y las sábanas quedaron grotesca y extraordinariamente batidas. Se pusieron de pie, se metieron juntos a la regadera para lavar aquella sangre intrusa, y al salir de la ducha descubrieron con sorpresa y devoción que una imagen vívida y clara de la Virgen del Tepeyac había surgido de entre las manchas hemáticas estampadas en la tela amarillenta de las sábanas. La Virgen de la Menstruación, le llama ella, pero yo no le creo, mucho menos le creo que aquel tipo se llamaba Juan Diego y que ese mismo día huyó con todo y sábana, que ya para entonces no se llamaba así, sino `manto'.''

No es difícil imaginar la reacción que aquella historia causó entre los asistentes a un departamento en la colonia Del Valle, decorado con muebles rústicos de imitación y jarrones de talavera falsa. Algunos se pusieron de pie y enfilaron rumbo a la cocina, como dispuestos a no seguir oyendo aquella anécdota; otra mujer, visiblemente afectada, le apretaba la mano a su marido, mientras él, cara de judío, prematuramente calvo, bien vestido, bíper a la cintura, me veía como quien ve a un monstruo.

En vano citarles el famoso discurso del padre Mier a propósito de la Guadalupana, mucho menos la disertación erudita del maestro O'Gorman. Vamos, ni siquiera las tímidas insinuaciones del abad Schulendburg podían consolar aquellos rostros que me miraban con náusea, mientras yo me llevaba a la boca un canapé de queso philadelphia con nuez, y sorbía con fruición un trago de vodka tonic. Debo alcarar que, como en todo deporte, no siempre se gana la partida, y que esa ocasión así lo confirma.

Unas veces el aguafiestas logra con sus comentarios darle un giro vital a la reunión, o provocar una cadena sorprendente de confesiones y perversiones, sólo para darse cuenta que, lo que él siempre había pensado en silencio, es compartido por muchos otros. Es el caso, por ejemplo, de cierta ocasión en la que, ante un auditorio similar al aquí descrito, confesé mi obsesión por la entrepierna de Sharon Stone en Basic instincts, ante lo cual más de un marido se animó a aceptar su gustoÊpor aquella escena memorable, e incluso no faltó el esposo recatado que se había pasado de tragos y que, al calor de las confesiones, recordó que la primera vez que se masturbó lo hizo frente a la foto sin calzones de Marilyn Monroe durante su visita a México. La mujer de aquel incauto abandonó la sesión, y poco después supe que aquello fue el principio de un divorcio trágico.

Otras veces las frases de un aguafiestas pueden invitar a la discusión acalorada y a la ingestión acelerada de bebidas, que suele terminar con el abandono de la polémica crucial, para pasar ya -entonados por el whisky- al no menos crucial baile de merengue y otras tantas especies afroantillanas. En tal caso, el provocador terminará siendo aceptado y hasta querido por sus acompañantes, y no faltará la mujer tímida de algún marido posesivo que al final confesará al oído del agresor: ``Aquí entre nos, creo que tienes toda la razón. Mi marido es de los que siente más atracción por las piernas de Luis Hernández que por las mías.''

Pero a veces, como ya decía, el aguafiestas pierde la partida, de un momento a otro queda marginado de la reunión, y pasa a despedirse del respetable cuando ha pedido el siguiente vodka, sólo para advertir que en ese momento la anfitriona ha salido disparada rumbo a la cocinaÊa esconder la botella, para luego regresar a la sala y formular con cinismo una pregunta que es en verdad un eufemismo para bajar borracheras: ``¿Te sirvo un café?'' En ese momento el aguafiestas se retira indignado, pues se sabe sobrio y simpático y no puede entender que sea sujeto de desprecio. Cuando eso llega a ocurrir, al cruzar la puerta para regresar a casa, al aguafiestas le asalta una convicción: es cierto, el inadaptado soy yo.