La Jornada Semanal, 11 de enero de 1998



MEDIO SIGLO DE AL FILO DEL AGUA


Juan José Doñán


En su vertiente de cronista, Juan José Doñán es la insustituible voz crítica del periódico Público de Guadalajara. A diez años de la muerte de Juan Rulfo, Doñán entregó a La Jornada Semanal un revelador ensayo sobre los orígenes de Pedro Páramo. En esta ocasión, el crítico viaja al pueblo mítico de Al filo del agua y rinde tributo a una de las novelas más influyentes de la literatura mexicana.



Al filo del agua no es sólo la primera novela de Agustín Yáñez,(1) es -y con mucho- la mejor de sus obras. Para el año de su publicación, 1947, el escritor tapatío contaba ya en su haber con una docena de títulos, entre los que se hallaban, al menos, dos excepcionales (Genio y figuras de Guadalajara y Flor de juegos antiguos). Después vendrían tres colecciones de cuentos y cuatro novelas, estas últimas tanto o más ambiciosas que la primera. Pero aun cuando en casi toda la obra de Yáñez se advierta esa ``preocupación'' por el estilo de que habla José Luis Martínez, aun cuando en la mayoría de sus libros no falten páginas admirables, en ningún caso logra la perfección formal, la capacidad innovadora, la creación de atmósferas, la complejidad de personajes, el totum orgánico (donde el todo es mucho más que la suma de las partes), el relato avasallador, el hechizo literario de la que con toda justicia es considerada como su obra maestra.

La narrativa de México no anunciaba Al filo del agua. Ni siquiera los libros anteriores del propio Yáñez dejaban entrever lo que llegaría en 1947.(2) La obra representó un salto cualitativoÊno sólo para el escritor cuarentañero, sino para las letras mexicanas. Para ese año, los grandes momentos del cuento y la novela de la Revolución eran ya cosa del pasado. El agotamiento de formas narrativas que ya habían dado lo mejor de sí, aunado a la precariedad de nuevos hallazgos, así como la mala aclimatación de otros que por entonces venía utilizando la literaturaÊinternacional, no lograban revitalizar satisfactoriamente una narrativa demasiado atada al autoconsumo (Arreola y Rulfo llegarían algunos años después). La prosa de ficción de los Contemporáneos, con todo y sus búsquedas formales, no iba demasiado lejos (para nadie es un secreto que la verdadera grandeza literaria de esta generación se halla en la poesía y el ensayo). Aun El luto humano, publicada cuatro años antes que la novela de Yáñez, en la que José Revueltas ensaya una nueva forma de novelar (creación de atmósferas, un denso relato introspectivo que por momentos ahoga la peripecia, dilatación de las acciones en las que el tiempo parece transcurrir con una lentitud desesperante), es todavía una obra sometida al imperio de un narrador en exceso omnisciente y didáctico.

En contraste con la opacidad de la narrativa mexicana de la época (la medianía y la modestia de los doce libros de cuentos y las siete novelas restantes que se publicaron en 1947 son una buena prueba de ello), aparece Al filo del agua, obra hecha a contrapelo de la corriente nacionalista dominante: el cuento y la novela que denuncian las injusticias del presente y el pasado, pretendiendo dar testimonio de los desajustes que la revolufia y su institucionalización habían provocado en los hombres y mujeres del campo y la ciudad.

En la novela de Yáñez, la mirada no se dirige ya a los marginados del día ni a las tribulaciones de una familia de tantas; tampoco al cada vez más desvaído México revolucionario, sino al del periodo inmediato anterior. Pero esa mirada no busca tanto ilustrar las condiciones sociales que provocaron el movimiento armado, como ha pretendido cierta crítica, sino ``recuperar'', atendiendo particularmente al desasosiego espiritual de sus moradores, un mundo en el momento previo a su disolución. No son los últimos días de Pompeya, pero sí los de una Yahualica mítica (aunque el pueblo nunca es llamado por su nombre, la descripción física, geográfica y aun moral corresponde a este ``lugar del Arzobispado'') sobre la que se cierne la amenaza de un Vesubio que parece estar más en el alma de su hombres y mujeres que en las asechanzas del mundo exterior. La ``bola'' misma es algo que llega de fuera y no pasa de ser un hecho fortuito que sólo viene a catalizar las fuerzas disolventes internas (la gota que accidentalmente derrama el vaso).

Todo en la vida es forma

A fines de los años veinte, Agustín Yáñez y su generación conocían lo mismo a autores de la vanguardia literaria como de la tradición católica europea: Valery, Bloy, Claudel, Duhamel, Mauriac, Kafka, Joyce... Bandera de Provincias, la revista que Yáñez y sus amigos editaban por entonces en Guadalajara, publicó por primera vez en México a los dos últimos: fragmentos de las novelas El proceso y Ulises (también un lúcido ensayo sobre la novela capital de Joyce), traducidos por Efraín González Luna. Desde aquella época nuestro autor comenzó a familiarizarse con la nueva narrativa internacional (un excelente vehículo para ello fue la RevistaÊde Occidente de Ortega y Gasset). Muy pronto comienza a incorporar a su propia obra las innovaciones formales que más lo deslumbran. Así, entre 1929 y 1930 acomete un relato experimental al que le da el hermético título de Baralipton. Disolución del tiempo, juego con distintos estados de la conciencia (principalmente la duermevela y el sonambulismo), monólogo interior, le sirven para construir esta extraña ``anécdota con paréntesis'', en la que es más el paréntesis que la anécdota, la cual prácticamente desaparece. La obra de ficción de Yáñez tendrá que esperar todavía un compás de quince años para que el experimentalismo gratuito dé paso a la verdadera innovación formal, en una pieza maestra en la que ya no hay ``paréntesis'', sino una anécdota que, felizmente, encuentra una forma suprema para ser contada: Al filo del agua. (Lo que en Baralipton es lastre y oscuridad, en la novela es resorte disparador y nitidez.)

En esta obra de Yáñez la forma lo es casi todo. A ella se debe su indudable grandeza: la autenticidad del relato, la profunda instrospección de los personajes, la variedad narrativa (no hay un centro narrador único), el simultaneísmo que nunca llega a lo ilegible, la eficaz unción del lenguaje, los felices saltos retrospectivos, el fragmentarismo controlado, la permanente tensión dramática, el contraste entre la densidad de los monólogos interiores y la ligereza de crónicas que parecen tomadas de la tradición oral, la bien resuelta superposición de planos temporales, el equilibrio de personajes y situaciones, la admirable composición de masas y volúmenes narrativos (los que hablan de la magistral construcción arquitectónica de la obra -entre ellos Antonio Gómez Robledo, quien en este punto la llega a comparar con una catedral- no mienten).

La novela de Yáñez introduce un tipo de narrador que no tenía precedentes en la narrativa mexicana. Se trata de una suerte de narrador proteico que no se agota en la tradicional omnisciencia, de un narrador confidencial por momentos, aprensivo en otros; grandilocuente más tarde, intimista, justiciero, coloquialista (``muy mucho''), rebuscado a veces (``inolvidando el desacto''), didáctico y hasta gazmoño (``Nefasto día ese dos de mayo cuya noche Micaela Rodríguez inició relaciones formales con Damián Limón. ¡Desgraciada noche!''). Se trata de un narrador que no lo sabe todo (``María, la del curato, quizá no sea la única que, sin decirlo a nadie, acepte la novelería de una irrupción violenta...''), que tan pronto se ubica en el instante mismo en que están sucediendo los hechos, como se aleja de éstos, haciéndolos parecer cosa de un pasado remoto. Por momentos, la voz de este versátil narrador parece la de un vecino de la villa, y en otros, a la manera del coro griego, la de toda la colectividad. Tan dúctil instrumento acabó siendo decisivo en la composición de la obra.

Pero la forma de Al filo del agua es mucho más que su técnica y sus recursos narrativos. ƒstos existen, desde luego, pero no como adorno gratuito o mera exhibición virtuosística (en ningún momento están ahí para satisfacer regodeos narcisistas), pues siempre aparecen al servicio de la obra, respondiendo a verdaderas necesidades expresivas. Varios de estos mismos procedimientos técnicos, que según el propio autor tuvieron uno de sus modelos en la novela Manhattan Transfer, de John Dos Passos, vuelven a aparecer trece años después en Ojerosa y pintada con resultados tan decepcionantes (esta novela ofrece una visión de la capital del país que poco se diferencia del cine de Gómez Muriel) como aleccionadores: la grandeza literaria no depende de la técnica, sino de la forma. En la obra artística, la técnica siempre es un medio; la forma, en cambio, es el fondo del que depende el funcionamiento de la obra y nunca adorno o recubrimiento exterior.

Vida real de un pueblo imaginario

Son más bien pocos los que se han resistido a hacer una lectura ideológica de Al filo del agua, pues incluso para los artepuristas más radicales resulta evidente que en la novela hay, encarnada en sus cualidades artísticas y en la expresión particular y universalista de un drama humano, una visión del país, de su pasado y de su incierto porvenir. Pero más que una visión, lo que en rigor existe es una serie múltiple y contradictoria de visiones.

El juicio simplista de algunos ha querido ver en la novela una crítica del ``fanatismo religioso'', de las supersticiones, de la mentalidad cerrada, de los usos y costumbres de un pueblo que rige su vida por las tradiciones del lugar (entre las que no faltan atavismos deletéreos), los dictados del Cura, los cánones del Año Cristiano y las predicciones del Calendario de Rodríguez. ¿Pero crítica de quién o de quiénes, cuando en mayor o menor medida las supersticiones y el fanatismo (religioso, político, ideológico...) son cosa de todos los tiempos? Lo que en la novela aparece al respecto es más bien una visión plural y a veces contradictoria de esas formas de vida. A ello contribuye eficazmente un hecho ya señalado: no hay un centro narrador único ni un punto de vista dominante. Cierto, en forma predominante hay una exaltación de la vida parroquial, con un regodeo algo más que estético en las formas litúrgicas. Pero entre algunos personajes, aparecen también alegatos en favor de un menor rigor en la severidad de las costumbres. Muchos ven en el relajamiento de éstas el peligro de una decadencia espiritual y moral que habrá de llevar al pueblo a su ruina. Otros, como ``los norteños'', se mofan de lo que es motivo de respeto y reverencia para sus mayores. Y aun se da el caso de los desaprensivos -como el memorioso Lucas Macías, el cronista de la tribu- que con cierta distancia observan, fijan y recrean una y mil veces los sucedidos, peripecias, novedades, historias, desgracias, muertes, nacimientos, de la villa levítica. (Caso aparte es el de Victoria, quien no sólo representa el cosmopolitismo y la mundanidad, sino que acaba convertida en una especie de ángel exterminador para varias de las almas de aquel apartado lugar de la arquidiócesis.)

En términos generales, el narrador ni condena ni exalta. Se limita a hacer la composición del lugar (con esa pieza maestra que es el ``Acto preparatorio''), a describir situaciones, a introducir a los personajes para luego dejarlos a su suerte, suspendidos en cierto momento como las canicas en los juegos a base de guías de clavos, tan comunes en las antiguas ferias populares, con la incertidumbre de no saber por dónde se van a ir. Por momentos, la voz del narrador parece confundirse con la de alguno de los personajes (en forma casi inadvertida, en el primer capítulo, por ejemplo, el relato del narrador omnisciente se convierte en el monólogo de don Timoteo Limón). Sólo excepcionalmente se deja arrebatar por el vértigo de un acontecimiento, como cuando calibra el peligro que significan ``los norteños'' para el sosiego espiritual de la villa (``cizaña... más perniciosa que la de los arrieros''), o cuando se pone pedagógico a propósito de determinado ritual religioso, o cuando se regodea en el ceremonial litúrgico, o cuando lamenta con tintes melodramáticos la caída de Micaela, tan recordada por Monsiváis:

¿Por qué un rayo, en esos momentos, no abatió a cualquiera de los dos desgraciados? ¿Por qué a esa hora no se abrió la tierra y se tragó a Damián? La noche aciaga hubiese abortado. La vergüenza no hubiera manchado para siempre al pueblo. ¿Quién vendó a Micaela los ojos para dejar de ver tantos augurios funestos? ¿Cómo pudieron estar dormidos hasta los perros de la casa cuando fue concebida la abominación de la comarca?

En estos casos puede decirse que el narrador, que no el autor (uno es el yo literario y otro el yo biográfico), toma partido, un partido que parece ser el del cura don Dionisio María Martínez. Pero de ahí a querer concluir que el narrador es un partidario del ancien régime es tan desmesurado como considerarlo el fiscal que documenta los abusos, injusticias y demás desajustes sociales que alimentaron la ``bola'', la cual es presentada más como una fatalidad que la simpática Casandra del pueblo (Lucas Macías) predice, que como producto de la voluntad humana.

Aunque pueda decirse que con su aparición Al filo del agua vino a participar también, a su modo, en el debate nacional que por entonces (los primeros años del alemanismo) se daba en torno al destino de nuestro país -debate que al decir de Enrique Krauze tuvo en La crisis de México, de Daniel Cosío Villegas, publicado también en 1947, su capítulo más contundente-, lo que nos queda de ella a medio siglo de distancia es la vida real de un pueblo imaginario, la belleza crepuscular de una pequeña comunidad de hombres y mujeres que ignora que está al bordo del abismo: al filo del agua.

(1) En rigor, la primera novela es Ceguera roja, uno de los cuatro libros de ficción de los que renegó el autor, movido más por el carácter confesional de los mismos que por su pobreza literaria. Publicada en 1923, cuando Yáñez contaba apenas con 19 años, esta novelita cuenta la ``caída'' de un obrero católico, descarriado por la ``ceguera roja'' del bolchevismo.

(2) Por lo que se desprende del testimonio del propio autor (cf. Protagonistas de la literatura mexicana, de Emmanuel Carballo, varias ediciones), el nacimiento de Al filo del agua fue meramente accidental. Yáñez escribía una especie de prólogo para lo que sería ``Oriana'' de Archipiélago de mujeres, texto en el que tanto se extendió que acabó desechándolo. Ese ``prólogo'' era ni más ni menos que lo que luego sería conocido como el ``Acto preparatorio'', el germen de la novela, la punta de la madeja que una vez desenredada se llamó Al filo del agua.