La Jornada Semanal, 11 de enero de 1998



LA LEYENDA DEL JOVEN YAÑEZ


Leonardo Martínez Carrizales


Como ha observado Borges, la fama es una simplificación que despoja de relieve y contradicciones a las figuras destinadas a ser estatuas. En su doble condición de escritor célebre y político encumbrado (gobernador de Jalisco, secretario de Educación Pública), Yáñez corre el riesgo de carecer de genuina biografía. Martínez Carrizales ensaya un retrato del Yáñez joven y desconocido.



para Juan José Doñán,
que apuntó este problema

La tradición crítica dominante

En 1947, Agustín Yáñez (1904-1980) publicó la que sería su novela más célebre, Al filo del agua. Gracias a estas páginas, poco tiempo después su autor ocupó definitivamente un escaño en la asamblea canónica de los narradores mexicanos del siglo XX.

Al filo del agua satisfizo por partes iguales a quienes urgían a los escritores mexicanos a escribir la obra que cumpliera con las expectativas que las novelas europea y norteamericana habían generado muchos años atrás, pero también a quienes siguieron firmes, ya rebasado el medio siglo, en la convicción de que la literatura debe ser el retrato crítico de un régimen social. Los partidarios de la vanguardia técnica y los de la tradición realista, reunidos en el elogio de la obra de Yáñez. Sin embargo, este honor tuvo su precio.

La novela pasó a formar parte de un escaso repertorio de obras que no sólo promulga una cierta práctica literaria, una cierta zona de préstamos e influencias en materia de anécdotas, personajes, escenarios y símbolos, sino un determinado mundo de valores culturales y el lugar que estos valores ocupan en el amplio registro de la vida pública. Al filo del agua ha resentido muy sensiblemente los valores legislados por la sociedad en que nació.

Como ya lo adelanté, esta obra no sólo recibió el aplauso de los sectores tradicionales de la crítica, sino que le fue conferida, desde una época muy temprana, la responsabilidad de anunciar la inminente renovación de la narrativa mexicana. Gracias a este modo de ver las cosas, Al filo del agua se convirtió en la puerta de acceso a las páginas de Juan Rulfo, el escritor en quien se depositó de una vez y para siempre el cumplimiento de una vieja aspiración de ciertos intelectuales y escritores mexicanos: la de incorporar a nuestra cultura el patrimonio moderno de las novelas escritas en Europa y Estados Unidos.

Al mediar el siglo, algunos de nuestros críticos más notables ya no podían ocultar su malestar ni su ansiedad a la hora de juzgar el patrimonio narrativo contemporáneo de México: no había nada entre nosotros que se asemejara a las normas impuestas por Proust, Joyce, Kafka o Faulkner. De acuerdo con los testimonios periodísticos de la época, no cabía duda de que nuestra cultura había contraído una enorme deuda ante las obligaciones impuestas al artista por la Edad Moderna. Con esta carga de ideas y de emociones, la novela de Yáñez fue saludada como una luz que anunciaba la reforma de nuestras prácticas narrativas. Con ese saludo, Yáñez recibió la consagración, pero también muchas obligaciones que acatar, en una institución literaria que le ofrecía un sitio distinguido a cambio de cumplir con sus expectativas laicas, cosmopolitas, modernas y críticas. En ese pacto, Yáñez comprometió la suerte de su identidad pública.

El prestigio de Al filo del agua también ha tenido consecuencias notables en lo que se refiere a la identidad pública de su autor. Los valores sancionados por el canon de la narrativa mexicana del siglo XX han terminado por modelar -vale decir: conformar y deformar- la personalidad de Yáñez, el sujeto histórico en que todoÊescritor notable se convierte una vez que es materia de los intercambios significativos de una comunidad.

De acuerdo con este proceso, un abogado de 43 años de edad, con estudios en filosofía, servidor del sistema educativo nacional en su natural Guadalajara y en la ciudad de México, de la Universidad Nacional y de la administración pública estatal y federal, autor hasta 1947 de poco más de diez libros, entre cuentos, novela, crónica y ensayo, sin contar los cuatro volúmenes que sólo hasta fecha muy reciente han sido integrados por algunos investigadores al padrón consignado en las obras especializadas de referencia, y cuya edición coincide con su adolescencia beligerante en las filas del catolicismo cívico más radical que el país haya conocido; en fin, este complicado personaje se convirtió, por obra y gracia de los valores que permean nuestras repúblicas política y literaria, en el autor de un solo libro, todo lo monumental que se quiera, pero sólo uno, asimilado, reducido a los tópicos de la tradición crítica dominante entre nosotros.

Leyendas

Las obras de referencia y consulta de la literatura mexicana suelen consignar que Agustín Yáñez comenzó su carrera literaria en 1931, gracias a la publicación de Baralipton. Como único antecedente, recuerdan que un par de años antes, al lado de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Esteban A. Cueva, José Guadalupe Cardona Vera y Emmanuel Palacios, Yáñez había fundado la revista Bandera de Provincias.

En esta clase de documentos no han escaseado las referencias a la vida social y cultural de Guadalajara en los años veinte; referencias que confluyen en el elogio del panorama cultural descubierto en la región no sólo por los jovencitos inquietos de Bandera de Provincias, sino por generaciones anteriores. Referencias que se agotan en dicho elogio.

Los estudiosos han hablado de aquellos jóvenes, atenidos a las declaraciones públicas y los escritos del propio Agustín Yáñez. Más que intérpretes y que historiadores, han cumplido con el papel de amanuenses de la voluntad madura de este narrador. En cualquier caso, los documentos mejor organizados salidos de la pluma generosa de estos escoliastas podrían servir como un esquema provisional para el investigador futuro de este capítulo de la cultura regional y nacional. Este esquema contiene los nombres de quienes ejercieron, desde la autoridad que otorga la precedencia generacional, alguna tutela sobre los amigos de Yáñez; señala sus intereses musicales y pictóricos; nos impone la obligación de orientar nuestras pesquisas, en materia de influencias y préstamos literarios, al último grito de la narrativa española, la literatura norteamericana y europea, a la Revista de Occidente y al grupo de Contemporáneos. Todo esto en lo que se refiere al panorama más o menos aceptado de la prehistoria literaria de Yáñez y los suyos.

Por supuesto, como lo ha destacado ya Juan José Doñán, nada encontraremos sobre el conflicto religioso que sacudió a la zona muchos años antes de la rebelión cristera, y nada, agrego yo, sobre el sustrato conservador, tradicionalista y clásico que estos jóvenes abrigaron, en tempranísima época, en materia de gusto literario, formulaciones retóricas y credo poético.

La evocación de Bandera de Provincias permitió a sus editores y a sus comentaristas fraguar un discurso en el que destacaba un argumento que se volvería un lugar común muy socorrido, por la eficacia con que resuelve la necesidad de celebrar los apartados regionales de una literatura nacional, cumpliendo al mismo tiempo con una de las ordalías más celosas que nuestra época nos ha impuesto: la del cosmopolitismo. De acuerdo con este argumento, el grupo de Bandera de Provincias se habría distinguido por ser dueño de los bienes más reposados de la provincia a la vez que de los bienes literarios más refinados de Occidente; encomio que pone en movimiento la fórmula manidaÊdel regionalismo que sólo es sano en la perspectiva del universalismo, y viceversa.

Sin duda, el partido de los críticos empeñados en celebrar a Agustín Yáñez como protagonista de la renovación de las prácticas narrativas de México, contribuyó en gran parte a dispensar a la obra de este narrador el atributo del cosmopolitismo; una atribución que desempeñó el papel de un contrapeso frente al hecho de que los libros de Yáñez despertaron, en

el ánimo de sus lectores, una aprobación cuyos enunciados estaban sólidamente radicados en el discurso que festeja a la provincia como madre nutricia de lo mejor de los hombres y de los pueblos. Estas son las palabras con las que Alfonso Reyes se refirió al asunto:

Hay que ir a la provincia y hay que venir de la provincia: donde las aguas se remansan un tanto, donde se concentran las mieles y conservan su virtud y su aroma. [...] Las culturas nacionales desfallecen sin aliento, a falta de esa perennidad en la renovación o este renovarse en lo perenne que es la obra de las provincias. Las naciones tienen que ser, o no podrán ser Haz de provincias.

Esta clase de comentarios reviste la mayor importancia: su frecuentación justifica en parte el proceder de críticos, lectores y comentaristas, al pasar por alto la matriz católica de Yáñez. El tópico de la madre alimentadora -la Provincia y todo el universo simbólico y axiológico que ésta comporta-, alude indirectamente a esa matriz sin incurrir en precisiones incómodas para el discurso de la historia de la cultura mexicana en el siglo XX.

La sustancia del tratamiento recibido por Agustín Yáñez en la historia literaria de México puede hallarse en los escritos y los comentarios que hizo públicos al referirse a sus camaradas más tempranos en las correrías de la literatura. Una y otra vez insistió en reducir los años anteriores a la publicación de Bandera de Provincias, al retrato de un amable convivio de jovencitos picados de la viruela literaria. Una de estas imágenes instantáneas se sitúa en la claridad de un atardecer del estío de 1927. El atildado Alfonso Gutiérrez Hermosillo llega al hogar modesto de Agustín Yáñez, donde es recibido, como de costumbre, para leer en voz alta sus pininos en la literatura dramática:

en la luminosidad crepuscular de mi aposento dado de cal, resplandecía [Gutiérrez Hermosillo] leyéndome su primer intento dramáticoÊ[...]. José Guadalupe Cardona Vera asistía los sábados a estas lecturas. Luego vinieron otros amigos, y desde entonces, los sábados, seguimos reuniéndonos informalmente hasta 1930. [...] El grupo tuvo dos periódicos: Bandera de Provincias (veinticuatro números, 1929-1930) y Campo (tres números, 1930-1931).

El retrato ilumina otras zonas del convivio habitual. Los jovencitos no han llegado a los treinta años; en sus modales y en su vestimenta sobrevive con intensidad el pasado reciente de una educación confesional recibida en instituciones respetables y selectas, o bien la huella del paso por los recintos públicos impuestos por la honrada medianía a sus familias que, no obstante, se obstinaban en templar a sus vástagos en el yunque de la tradición, el respeto y la autoridad.

Alguno de los jóvenes descubre bajo el brazo las páginas más escogidas de los poetas románticos que han pasado el examen de un gusto exigente por cultivado, y pondera en ellas la efusión emocional; otro aguarda su turno en la ronda de amigos, no sin alguna impaciencia, para agitar ante los ojos de la asamblea el brillo opulento del modernismo; aquí y allá se arrebatan la palabra para abogar en favor de la musicalidad sugerente del simbolismo, la turgente dureza de quienes en América obedecieron el mandato del poeta francés para esculpir y cincelar las palabras, y algunos atrevimientos de la vanguardia. En los sentimientos y en la inteligencia de todos ellos, las aulas han dejado el sedimento sólido del humanismo clásico y del taller conceptista y culteranista.

Pasan de mano en mano el número más reciente de la Revista de Occidente, a cuyas páginas deben las noticias del movimiento cultural en Europa, según la exigente administración editorial de los escritores españoles acaudillados por José Ortega y Gasset. Hablan con una envidia fraternal de los Contemporáneos, espejo de sus ambiciones literarias. En algún momento de los ágapes, algunos miembros del grupo fueron partidarios, entre los poetas modernistas, de quienes abrazaron una actitud llana, sencilla, humilde, introspectiva y de comunión con su prójimo/lector, actitud que les permitió asimilar a su vocación artística los mandatos morales de su comunidad. Aprobaron con simpatía la voluntad filosófica de los poetas que miran con escepticismo las piruetas y la escenografía del modernismo más ambicioso, y aprendieron de éstos la disciplina de la forma y los secretos de una dicción que les revelaría el camino para llevar al verso la sinceridad apostólica de sus sentimientos.

Cae la tarde y otra facción del grupo recuerda los valores expresivos del modernismo por los cuales cabría tener alguna consideración, en menoscabo de la facundia con la que algunos poetas románticos resolvieron apresuradamente sus cuentas con la versificación, los tropos y los metros. En adelante, todos se consagran a pulir su credo poético por el camino de las complicaciones y la exigencia aprendida en los versos más elaborados del modernismo, volviendo la espalda al catecismo retórico que prescribían los influjos tradicionalistas de su educación. Ante los versos del admirado Gutiérrez Hermosillo, el joven Yáñez promulga ``este teorema estético: obra de arte -poesía- es voluntad de amaneramiento'':

La voluntad de amaneramiento era voluntad de selección, de pureza, de aristocracia espiritual; manera específicamente artística e individualísima donde tamizar la realidad, forma transfigurada, representación refractada; lo cotidiano y sensual purificados al cabo de una rigurosa disciplina de la inteligencia, de la emoción y de la técnica.

Ya ha hecho su aparición la palabra talismán con la cual estos jóvenes pueden reclamar su igualdad entre los creadores más aventajados de la época: pureza.

Cualquiera que haya sido la sinceridad de Yáñez al trazar estas imágenes, prefirió no echar mano de los colores violentos de la rebelión cristera, la radicalización del catolicismo cívico y la oposición de los católicos ilustrados a las disposiciones de Plutarco Elías Calles en materia de culto y administración de la fe. Yáñez ignoró uno de los hechos dominantes de la vida de México en el periodo. También hizo de lado la voluntad de quienes en esa asamblea de jóvenes escritores, en una hora muy temprana de sus vocaciones, habrían proclamado el compromiso social del escritor, rendidos ante la electricidad doctrinaria que consumió en el fuego de la pasión popular a no pocos artistas e intelectuales de la época, cualquiera que haya sido su signo ideológico.