La Jornada Semanal, 11 de enero de 1998



DEL TERROR A LA COMEDIA


Javier Marías


Javier Marías, quien acaba de publicar en España el libro Miramientos sobre fotografías de escritores, incluido el propio autor de Corazón tan blanco, entrega esta singular estampa de las inocentes visitas repentinas que la imaginación literaria traviste de extrañas amenazas.



A veces la ficción nos salva y a veces nos condena. Está en todo caso tan instalada en nuestra cotidianidad que casi no puede ocurrirnos nada de lo que no tengamos algún referente previo, literario o cinematográfico, hasta el punto de que se hace ya difícil imaginar cómo vivirían sus experiencias los hombres y mujeres de pasados siglos, cuando no había televisión ni películas ni mucha gente leía, y por tanto lo que les sucedía era en verdad nuevo e insólito e impredecible. Ahora, por el contrario, nos pase lo que nos pase, la cantidad descomunal de ficciones engullida por cualquiera a lo largo de su existencia hace que lo real se parezca siempre a algo ya visto o leído.

Hace unas semanas lo comprobé en carne propia, o más bien en espíritu. Era un domingo por la tarde, hora silenciosa en nuestro mundo de ruidos, y hablaba yo por teléfono con mi amiga Mercedes, cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie y dudé, pensé que sería el portero. Mi estudio tiene dos puertas seguidas, así que suelo abrir la primera y, desde una especie de pasillo ``interno'' que comparto con una vecina, pregunto quién es antes de abrir la segunda, la que da a la escalera. Eso iba a hacer, pero no tuve ocasión. La persona que llamaba había accedido ya al pasillo interno, de modo que me la encontré casi metida en el piso al abrir la primera. Se trataba de un travesti de enorme estatura, un metro noventa o más, aunque puede que los tacones altos le ayudaran lo suyo. En poquísimos segundos vi una peluca negra, un vestido claro y largo como de los años treinta, una boa al cuello, una sombra de barba maquillada. Empezó una frase (``Javier, vengo de la ....'') que no le dejé terminar, porque mi impulso instantáneo fue cerrar de nuevo la puerta, y durante una fracción de segundo me pregunté si lo conseguiría antes de que el elevado travesti lo impidiera metiendo el pie, por ejemplo. Lo conseguí, y entonces, ya con frontera por medio, le pregunté: ``¿Qué dices?'' Pero ya no contestó, y la brevísima luz del pasillo se apagó en seguida. Le radié la sorpresa a Mercedes, ella confesó que se habría desmayado en mi piel, y seguimos hablando.

A los pocos minutos oí ruido por el pasillo interno y me acerqué a la puerta. Acababan de pasarme una hoja por debajo. La recogí, y en ella habían escrito, en inglés: ``You have scorched the snake, not killed it.'' (``Has herido a la serpiente, pero no la has matado.'') Luego una frase en español: ``Gracias por el café, ¿vecino?'', luego una especie de firma en mayúsculas: ``Brat'' (``Mocoso''), por fin otra firma ilegible. Lo más preocupante me pareció el siniestro mensaje, más que la visita misma, y me di cuenta de que ya para entonces, si no desde el principio, estaba acordándome de dos películas, Vestida para matar, en la que el gran actor Michael Caine se disfrazaba de mujer cada vez que asesinaba, y El silencio de los inocentes, en la que, si mal no recuerdo, el psicópata esquivo hacía algo semejante. Lo natural habría sido salir a preguntar a mi vecina, la única otra persona que podía haber abierto la puertaÊde la escalera. Pero, con estos referentes ya en mi cabeza, lo encontré poco prudente: si mi vecina había sido estrangulada, estrangulada estaría, y en cambio el travesti alzado podía acechar en el recodo del dichoso pasillo. Estos referentes por un lado me condenaban y por otro me salvaban: de no haberlos tenido, mi visita me habría parecido aún más alucinatoria, supongo. O tal vez no, tal vez no le habría dado con la puerta en las narices (literalmente), sino que le habría preguntado amablemente y sin temor qué se le ofrecía.

He de abreviar, se me agota el espacio. Cuando por fin pude hacer averiguaciones -no tenía el teléfono ni recordaba el apellido de la vecina-, resultó que ella daba una fiesta vespertina y se habían animado los invitados a disfrazarse. El travesti había venido a convidarme, algo mío había leído. Muy compungido tras mi portazo (el primero que recibía), se había ido deprimido. En cuanto al mensaje, citaba a Shakespeare, de quien yo he sacado varios títulos (Macbeth era un travesti culto). Acabé rogando a mi vecina que le transmitiera mis disculpas, a veces me llegan visitas indeseadas y no estoy para bromas, en fin. Creo que le mandaré una novela dedicada para desagraviarlo. Cambió el referente de ficción, pero en todo caso lo sigue habiendo: no era Vestida para matar sino una película de Almodóvar.