Hermann Bellinghausen
Río que camina

Van caminando, así, a pie, con los zapatos puestos. Los edificios los acompañan. Han estado allí tantas veces, en tantas conmociones, cambios, temblores y tedios. En fin, siglos. Por azar o lo que sea, se mantuvieron en pie al paso de los nuevos jefes y la picota, época tras época. No los conmovieron las balaceras, los discursos ni las interminables obras viales, y a menos que alguna vez los trague definitivamente el lago arrebatado, allí seguirán un largo tiempo los edificios.

Por el lecho de las anchas avenidas, los paseos, las glorietas y las alamedas, por los apretados rápidos de la historia, en el cauce progresivo a través del aire, caminan sin arrastrar los pies. Marchan, pero no una marcha como se dice del cadete o el soldado. No les van los tiesos compases de la Marcha de Zacatecas del inefable señor Codina. Su andar es platicado e informal, pueden alzar la voz o el puño, pueden saltar, correr y detenerse, reír o llorar.

No les va la imagen de la piedra que se hunde cuando las aguas ingresan al movimiento. Les va la de una tripulación que se junta y prepara a enfrentar la agitación de las aguas. Les va la imagen del agua misma. Caminan como ir a la escuela, aprendiendo y enseñando. Humildes y soberbios, firmes, indignados, desencantados, anhelantes de optimismo. Ellos y sus zapatos.

En el fondo van desnudos, y descalzos. Van como nacieron. Van naciendo. Si los edificios ancianos hablaran, les dirían he visto muchos como tú.

Don Julio fue lo más parecido a un edificio, un Heráclito. Decía haber vivido 100 años, y también decía barbaridad y media. Día y noche en un portal, chorreados él y su campamento de desechos. Muchas noches lo recogió la sanidad pública, como si fuera un mendigo. Muchas veces lo molestó, arrestó y robó la policía, como si fuera un bandido. Afeaba.

Era nada más un cuervo negro, glosolálico y fisiológicamente sabio, o cínico, cansado de volar. Miraba el paso de las aguas que caminaban la avenida, un año y el otro, en historia larga o de onda corta. No era un Molloy que pensara, sólo un pajarraco que repetía. Era una raya en el agua.

Ya no está don Julio para verlos pasar. No tenía por qué seguir ahí, si cargaba el hedor y la descomposición del pasado. Los más jóvenes ya no lo conocieron, o era bebés la última vez que estuvo, y recuerdan. Mejor para ellos.

El río se carga. Las aguas se aglomeran. Y ellos caminan. A ras de la banqueta, desde el que hubiera sido el punto de vista de don Julio, siempre echado, se ven sus zapatos. No tiene caso enumerarlos. Son demasiados.

Avanzan a la torre, a la plaza, al palacio, a la pirámide, a los portales y al campanario. Van a media calle como si nada. Como si todo.

Los edificios, sus cimientos de concreto y lodo de cubetas de agua envasada. Sus balcones y ventanas. Sus vetustas azoteas que asoman casi yéndose de bruces por la curiosidad de ver qué sigue.

Cascarones huecos, coscomates quebradizos de hormigón y polvo, a los edificios sólo les infunden vida sus pobladores y ocupantes, y hoy están afuera, caminando la calle, rebozando poco a poco la crecida, barriendo con los pies el tiradero, los escombros, la inmundicia.

Un río que camina. Un río de zapatos vivos.