Los hechos recientes en Acteal siguen recordándonos de manera dura, brutal, que mientras en unos espacios avanzamos dificultosamente hacia la democracia, en otros persiste un México bárbaro que se niega a morir, que hay zonas oscuras e intersticios por los que se cuelan intereses atávicos. La tragedia expresa el desgarramiento del tejido social. La permanencia de un impasse en las negociaciones entre el EZLN y el gobierno federal ha acentuado la degradación social en el estado y ha establecido las condiciones para que distintos actores echaran a andar una guerra de movimientos. El diferimiento de un acuerdo ha problematizado el conflicto.
La sociedad reclama hechos. No el desdén ni los viejos usos de creer que el paso del tiempo entierra o diluye los agravios. Justicia. Pero no sólo respecto de este crimen horrendo, sino una que cierre las posibilidades a la lógica de la violencia. Nadie tiene derecho a apostar a la descomposición social.
Escribe Norberto Bobbio en El tiempo de los derechos, que ``no existe violencia, incluso la más cruel, que no haya sido justificada como respuesta, como única respuesta posible, a la violencia de otros; la violencia del rebelde como respuesta a la del Estado, la de éste a la del rebelde, en una cadena sin fin, como no tiene fin la de reyertas familiares y la de la venganza pública''.
Para evitar que rencores y agravios se tornen eslabones de una violencia sin fin, es preciso reconocer las profundas raíces del conflicto, la enorme complejidad del escenario y la diversidad de actores que va mucho más allá de los dos que aparecían como protagonistas. La agregación y sobreposición de pugnas e intereses viejos y nuevos, económicos, religiosos, políticos, se ha traducido en intolerancia política y exacerbación de diferencias y antiguos enconos. Por ello, en la herida abierta para todos que es Chiapas, las soluciones no pasan por las armas sino por la recuperación de la política.
Reanudar el diálogo del gobierno con el EZLN es una condición necesaria, pero no suficiente. Hace falta mucho más que eso: generar las condiciones para sentar sobre bases de elemental justicia, el respeto a la diversidad étnica, cultural, religiosa, política económica, que permita convivir en paz. Pero hay una condición sine qua non: desterrar la explotación de los indios. No se podrá construir la convivencia social sin atender la pobreza extrema, la ignorancia, sin ofrecer alternativas para anchas franjas sociales.
De ahí la urgencia de que, como escribió recientemente Carlos Fuentes, ``la negociación chiapaneca se convierta en negociación, debate y acuerdo nacionales, pauta para superar antiguos conflictos y espacio para concertar nuevos propósitos en un México cuyo destino y vocación mestizos no pueden excluir ni transformar a la fuerza a las antiguas minorías''.
Es necesario un nuevo pacto social que conduzca, como condición, a una paz con justicia, a una paz digna; lo que no se dará sin recuperar la voluntad y la confianza de todos los actores y agentes sociales. Subrayo todos. Pero, además, un acuerdo social implica, necesariamente, la voluntad política de las partes de concurrir con una lógica de negociación. Es decir, sin rigideces y con la determinación de restaurar, de forma consensuada, el tejido social.
Regresar a la política no es sólo la mejor solución, sino la única. La otra, la vía armada, implica la negación para una sociedad que se ha propuesto la democracia como forma de convivencia. Vale recordar que la democracia sólo se alcanza cuando la violencia deja de ser una opción política.
En cierta forma, Chiapas es hoy la República y un reto crucial de dimensión histórica. El futuro de nuestra democracia tiene en Chiapas su mayor desafío porque la democracia no es un enclave, sino un espacio ubicuo: está en todos lados, al mismo tiempo.
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