No veo incongruencias, titubeos o contradicciones significativas en la actual política gubernamental frente a Chiapas. En mi opinión, el camino escogido por el gobierno de Zedillo hacia el conflicto chiapaneco es el de la destrucción -aquí y ahora- de la fuerza y la esperanza zapatistas, en el marco de una nueva ofensiva que combina ``mano suave y dialogante'' para consumo de la opinión pública e internacional con una intervención directa y envolvente del Ejército y fuerzas paramilitares dispuestas a tocar el fondo de la selva. Otra cosa es que lo logren; pero van para allá en caballo de hacienda.
Por ello discrepo de cabo a rabo de la opinión de Jaime Martínez Veloz aparecida en Proceso de la semana pasada, quien ve en el fracaso de la vía negociadora frente a Chiapas la mano negra de un secretario de Gobernación (Chuayffet) que se enfrenta y gana en magistral partida ajedrecística -llena de golpes bajos y de manipulaciones diversas- a un Presidente bueno pero mal informado, sensible pero solitario, deseoso de resolver el problema pero lento para el aprendizaje y para comprender el significado preciso de la firma de sus representantes directos en los Acuerdos de San Andrés.
Los ``aciertos'' que Néstor de Buen (La Jornada, 11 de enero) ve en las más recientes medidas presidenciales frente al conflicto (la ``renuncia'' de Ruiz Ferro y la de Emilio Chuayffet, con sus correspondientes nombramientos sustitutos, entre otros) -justamente desde la valoración que hace de la entrevista referida de Martínez Veloz- caminan en sentido contrario a la vía de la paz que el EZLN y la sociedad demandan, pues se dan en el marco de una nueva ofensiva militar que incluye incursiones hasta ahora no ensayadas por el Ejército, un nuevo intento por destruir la labor pacificadora de Don Samuel Ruiz y del obispo coadjutor Vera, declaraciones del nuevo secretario de Gobernación que colocan el punto de las negociaciones con los zapatistas en su nivel anterior a las pláticas de San Andrés, y definiciones políticas de Ernesto Zedillo que, como la más reciente ``basta de obstruir la acción del gobierno en Chiapas'' (La Jornada, 10 de enero), se dirigen a capitalizar la grave situación de los miles de desplazados para crear una nueva manera --complementaria a la fuerza militar, no su opuesto-- de intervención gubernamental en el conflicto (la vía de la migaja, ensayada por el Pronasol, ahora bajo el rótulo de participación ``emergente'' y humanitaria).
Pero, ¿por qué habría de pagar el presidente Zedillo los costos políticos de una nueva estrategia de acoso y de aniquilamiento de la fuerza y de la esperanza zapatista? ``Por razones de Estado'', le dirían en su momento a Martínez Veloz cuando le explicaron que los priístas de la Cocopa debían defender las posiciones del Ejecutivo para echar abajo los acuerdos sanandresianos. Y las razones de Estado se ubican muy claramente en por lo menos dos niveles de definición estratégica:
a) La necesidad de destruir uno de los núcleos sociales y políticos de resistencia de mayor fuerza y capacidad de irradiación nacional e internacional contra el neoliberalismo y las actuales políticas de Estado, justamente ahora que se prepara el camino hacia las elecciones del 2000 pasando por la estación intermedia de los comicios locales de los próximos meses en 15 entidades federativas.
b) El deseo -y también la ``necesidad''- de responder a exigencias políticas de un núcleo de fuerzas (financieras y de la vieja aristocracia del priísmo, liderados hoy por el bloque de los gobernadores ``salinistas'') que tomó nuevo aliento y adquirió una enorme capacidad de acción política y de maniobra después del colosal golpe político que el cardenismo le infligió en las elecciones federales del pasado 6 de julio.
Esta última realidad ha sido subestimada o simplemente ignorada por algunos analistas que viven aún la ``borrachera democrática'' del 6 de julio o la que empezó unos meses antes para algunos con las reformas a la legislación electoral. Recordemos que no pocos articulistas (ver por ejemplo los artículos sobre el asunto en cuestión aparecidos en la revista Nexos de agosto del 97) creyeron que aquellas reformas y los resultados electorales del mes de julio anunciaban nuestra entrada definitiva y sin retorno a un sistema poliárquico.
La realidad mexicana de hoy en día empieza a sugerir una idea diferente: los resultados electorales del 6 de julio generaron claras opciones y vías para avanzar en un sentido democrático en algunas áreas y espacios del sistema político, pero fue a la vez el acontecimiento que galvanizó y dio nuevas capacidades de acción y de chantaje político a las fuerzas más reaccionarias del país, apoderadas desde entonces de un timón de mando que el Presidente dice y pretende conducir.