Lo ocurrido ayer, en diversos ámbitos, en torno al conflicto chiapaneco, constituye una significativa radiografía de las posiciones al respecto. En tanto que la opinión pública internacional y la sociedad civil de México se volcaron, en centenares de ciudades, en multitudinarias expresiones de solidaridad con los indígenas de Chiapas y en demanda de una paz justa y digna para esa entidad, y mientras el gobierno federal sigue dando pasos insuficientes y tardíos para ajustar sus hombres y sus posiciones a lo que se insinúa como una nueva estrategia ante el conflicto -ayer fue el nombramiento de Emilio Rabasa Gamboa como nuevo comisionado gubernamental para la pacificación de Chiapas-, las fuerzas criminales que campean en el estado volvieron a matar.
Esta vez el escenario de la violencia represiva fue Ocosingo, en donde las fuerzas de seguridad pública del estado abrieron fuego contra una marcha de indígenas que les exigían abandonar la localidad. En lo que constituye una de las más bárbaras prácticas de fuerzas de ocupación en otras latitudes, los uniformados respondieron con fuego de armas automáticas a las piedras que les lanzaban los manifestantes, con un saldo de una mujer muerta, su hija de meses herida y otra persona lesionada.
Este injustificable exceso represivo, que da cuenta de la persistente actitud violenta de las autoridades locales, pone al descubierto la falta de coherencia entre los propósitos gubernamentales de reactivar el proceso de paz en Chiapas, hacer justicia en el caso de Acteal y atender los problemas políticos, sociales y económicos más graves de la entidad. Al mismo tiempo, muestra la improcedencia de las vacilaciones gubernamentales para emprender el necesario y urgente desmantelamiento de las estructuras regionales del poder político, las cuales, como sigue haciéndose evidente, están al servicio de los intereses oligárquicos locales y para defenderlos no vacilan en recurrir a métodos y acciones criminales.
El discurso oficial de interés en la pacificación y en la superación de las causas hondas de la crisis chiapaneca contrasta también con lo que podría llamarse, otorgando el beneficio de la duda, el descontrol y la autonomía con que siguen operando mandos y tropa de la VII Región Militar. Mientras que los primeros se empeñan en desarrollar una guerra sicológica y propagandística contra la Conai y su presidente, el obispo Samuel Ruiz, factores centrales e indispensables para la búsqueda de la paz en Chiapas, la segunda prosigue sus movimientos de intimidación, provocación y hostigamiento contra la población de las comunidades zapatistas. En cambio, los efectivos del Ejército Mexicano han sido incapaces, hasta ahora, de presentar resultados mínimamente verosímiles de su encomienda de desarmar a los grupos paramilitares que operan en la entidad.
Es necesario señalar, por otra parte, que los excesos y las acciones de hostigamiento contra la población civil por parte del Ejército no se circunscriben a Chiapas, toda vez que su descontrolado comportamiento se presenta también en otros puntos del territorio nacional, con particular gravedad en regiones de Oaxaca y de Guerrero.
La sociedad civil mexicana, por su parte, ha concurrido de manera plural, masiva y contundente, a expresiones de repudio a la guerra de exterminio contra los indígenas que se desarrolla en suelo chiapaneco y en demanda de justicia y de paz digna para ellos. Las marchas y los mítines efectuados ayer en decenas de ciudades del país y del extranjero conforman un vasto clamor que debe ser escuchado por el gobierno mexicano. Este se encuentra ahora en la clara disyuntiva de tomar partido a favor de la paz, acatar los acuerdos de San Andrés, iniciar sin demora el desmantelamiento del poder oligárquico que ensangrienta a Chiapas -independientemente del nombre del gobernador que lo encabece- y empezar a dar solución a las causas profundas que provocaron la rebelión indígena del primero de enero de 1994, o bien alinearse con los promotores de la guerra, la violencia y la injusticia social.