Aquí en la ciudad de México, como ocurre en Chiapas, se engendra también la violencia institucional, el desprecio y el abuso contra los indígenas.
Actos u omisiones de gobierno, al igual que actitudes despóticas y racistas de funcionarios públicos, sin distingo de nivel jerárquico, que se entremezclan en diversas gestiones de las últimas décadas, han transminado una conducta social de rechazo hacia las agrupaciones indígenas que, asentadas en los puntos de mayor miseria del Distrito Federal, apenas sobreviven.
Los agravios se multiplican en hechos y casos. Desde el frecuente maltrato que al indígena le imponen en sus trámites administrativos de ventanilla pública, como si se tratara de verdaderos laberintos kafkianos, de inacabable y angustiante burocracia, hasta el abandono proverbial de las reservas rurales aún existentes en la ciudad, que regodea la desolación rulfiana del ejido, resistiéndose a morir ante la cruel y ambiciosa especulación inmobiliaria.
Y así la injusticia se extiende lo mismo a los servicios urbanos que a los de salud o los educativos. Casi sobra aludir a la soberbia de ciertos estratos de la sociedad capitalina, en los rangos de altos ingresos económicos, que perciben lo indígena como una subespecie humana; e igualmente las referencias que tradicionalmente han fluido en la televisión mexicana sobre el mundo indígena, no exentas de un racismo que a veces lo califica de extraño y esotérico o lo degrada con una truculenta y vulgar comicidad.
Realidades lacerantes, todas ellas, que se confabulan en una especie de exterminio soterrado y de disolución social, no sólo en sentido contrario a la cultura indígena sino que extensivamente se reproduce entre los más pobres y desamparados. Así, decir pobre es decir indígena, como una dualidad de oprobio y exclusión.
Ante esta grave situación, la pregunta central surge: ¿hasta cuándo nuestros indígenas, nuestros pobres, de la ciudad de México, tolerarán tanta injusticia y marginación?
Hay referencias múltiples que se entrelazan e inciden en el escenario actual de este drama mexicano de fin de siglo. A Chiapas, Guerrero y Oaxaca, que son casos de indignante marginación, habría también que incorporar al Distrito Federal, más que por el número de sus propios pobres, por el insultante contraste entre quienes tienen excesivamente y los que nada tienen. En nuestras calles, donde retumbó el ¡Ya basta! salido del corazón del México profundo, dentro de esta ciudad con sus esquinas y ejes viales de repetido caos urbano, se ha escuchado también, año con año, un creciente quejido ciudadano de impotencia e indignación.
No pretendemos conformar un inventario del pesimismo ni resbalar por el desfiladero del maniqueísmo. Hay evidentemente avances y logros que trabajosamente otras generaciones han alcanzado a través de nuestra convulsa historia. Pero, a la vez, qué sentido tendría regodearnos dentro de una realidad que resalta más por lo que nos hace falta que por lo que ya tenemos.
Pero ejemplos sobran y se complementan: hace apenas unos días presenciamos la gran protesta civil contra los excesos y las omisiones criminales del gobierno, junto a la marcha de organizaciones ciudadanas inconformándose por la inseguridad pública prevaleciente.
Hemos visto también en los últimos años, cómo a las propias puertas de Palacio han llegado con toda su carga de indignación los deudores de la Banca, denunciando el desvío de sus impuestos para apoyar el fracaso de unos cuantos en el manejo de las carreteras privatizadas. Al igual, vendedores ambulantes, que más allá de los turbios manejos de sus controladores defienden sus espacios vitales para la sobrevivencia, entre los constantes amagos de la corrupción en plena vía pública y la violencia del desalojo constante. Múltiples y recurrentes son los hechos de beligerancia que se han registrado tan sólo en el último lustro en la gran plaza del Zócalo, con plantones, huelgas de hambre, intentos de toma de edificios públicos y otras acciones a menudo cruentas.
Ante esta similitud de escenas y escenarios, entre dos puntos geográficos aparentemente distantes, resulta seductor para muchos elucubrar tesis e hipótesis, que oscilan entre el pesimismo y la esperanza, y transitan lo mismo en foros propios de la academia que en la sobremesa del comentario político.
Hay quienes culpan de inepto al gobierno federal, insensible a las demandas populares e incapaz de dialogar y conseguir consensos; otros lo atribuyen a la actual crisis económica y política; y algunos más sostienen que es la decrepitud final del presidencialismo a través de sexenios y saldos negativos.
El asunto se vincula también a la creencia optimista de muchos en el sentido de que la democracia conlleva alternativas que canalizarán y solucionarán gradualmente estas injusticias y carencias, pero los más escépticos aseguran desórdenes mayores y caos casi irresoluble, a imagen y semejanza de etapas precedentes a una revolución con cambios más rápidos y de hondura estructural.
Como en el teatro, ¿estamos preventivamente en la tercera llamada del México bronco o se dio ya tiempo atrás y la tragedia ha comenzado sin que conozcamos aún su desenlace?