En 1954, hace la friolera de 44 años, en un trabajo de juventud el pintor y grabador Adolfo Mexiac da un testimonio de que los ``círculos perversos'' a que alude el presidente Zedillo, no se iniciaron en 1994, con el levantamiento zapatista, sino que datan de años atrás.
El grabado de Mexiac se denomina ``Los fiscales'', y es ciertamente sobrecogedor. Una choza tzotzil vista de dentro hacia fuera; en el extremo derecho un indio, con su zamarra típica, se encuentra derribado, herido o muerto quizás, a los pies de un mestizo, enchamarrado y entejanado, que porta un gran revólver en la mano derecha. La actitud del agresor es bestial, su cara hosca, su bigote hirsuto, su ademán prepotente; en el lado izquierdo del grabado, sobre un modesto camastro, otro mestizo ultraja a la india, pequeña y débil, cuya cara de azoro y miedo sobrecoge.
Al fondo del grabado está la puerta de la choza, por la que se ve el paisaje de los Altos de Chiapas, medio cubierto por la espalda de un soldado, que armado de fusil y tocado con casco militar guarda la entrada de la humilde vivienda y protege a los agresores.
En 1954, al igual que 44 años después, se obliga a los soldados mexicanos, cuya misión es muy otra, a ser los encubridores, los cómplices de los atropellos de los civiles armados, de los asesinatos, los saqueos, las violaciones a las indígenas inermes.
Hoy se discute si las autoridades supieron oportunamente o no de la acción genocida del 22 de diciembre. La discusión es hipócrita y mezquina; lo cierto es que la denuncia estaba hecha desde hace mucho tiempo. Siempre. Los finqueros, sus guardias blancas, las autoridades, los ladinos, los agentes del gobierno, ``los fiscales'', como les llamó el joven grabador, siempre han estado ahí, oprimiendo, explotando, despojando a los dueños verdaderos de las tierras y los montes de Chiapas.
Hubieran querido hacerlo sin testigos, pero venturosamente los ha habido; Adolfo Mexiac en su serie de grabados tomados directamente de la realidad que él vivió como parte del equipo de estudios encabezado por don Alfonso Caso, pero no sólo él, Rosario Castellanos en sus libros, otros intelectuales chiapanecos o no, la Iglesia, especialmente esa Iglesia tan comprometida y tan cercana a los oprimidos que encarna en hombres de la talla de Samuel Ruiz, han sido testigos, y a su modo han rendido su testimonio ante la historia y ante la nación nexicana.
Ahí están los artistas con su obra, gráfica como Mexiac, escrita otros; los hombres de religión, compartiendo el dolor, la angustia y el sufrimiento de los humildes y llamándolos a readquirir su dignidad, a ser cristianos y simultáneamente mujeres y hombres en la cabalidad de la expresión, conscientes del valor que como personas les han pretendido negar sus verdugos y explotadores.
La declaración de guerra del ejército zapatista, si la recordamos, es también una denuncia de ese género: si hemos de morir de disentería, de hambre o por los golpes de los agentes de la autoridad, mejor morir defendiéndonos en una guerra del débil frente al fuerte, ahora más que nunca fuerte, en una guerra que ennoblece a quienes la emprendieron y que envilece a quienes parecen hoy decididos a ``ganarla'', pero que histórica y moralmente tienen perdida.
Hay en el Ejército mexicano conciencias claras, hombres de honor que saben que una guerra de tanques, helicópteros y armas de alto poder emprendida contra mujeres, hombres y niños semidesnudos y descalzos, hambrientos y armados tan sólo con su dignidad preservada y revalorada, no traerá gloria alguna y sí oprobio y vergüenza.
No son los tecnócratas ni la oligarquía local quienes tienen la razón en Chiapas. La tienen los indios, los pobres, los humildes.
Será imperdonable que los soldados de 1998, como el del grabado de Mexiac, sean cómplices de que nuevamente se cometa el atropello.