Rolando Cordera Campos
Chiapas y la gobernación: los primeros pasos

El asesinato de una manifestante en Ocosingo ensombrece el inicio de una nueva iniciativa gubernamental por retomar centralmente la reforma del Estado y darle a Chiapas el lugar también central que debe tener en la gobernación nacional. El crimen constituye asimismo un argumento de primera mano en favor de un cambio rápido en la visión, la retórica y el reclamo de quienes desde las más diversas inspiraciones políticas e ideológicas buscan una paz justa y digna en Chiapas, y una auténtica renovación social del país que no puede sino empezar hoy por la actualización justiciera de la cuestión indígena, en Chiapas y fuera de ella.

Los temas básicos están, deberían estar, ya sobre la mesa del Congreso, los partidos y los otros principales actores del drama nacional, pero lo ocurrido el lunes en Ocosingo obliga a volver al Chiapas realmente existente, si es que en efecto se quiere darle a lo planteado en Gobernación ese día una real perspectiva de acción política renovadora. Más que levar a cabo los trámites constitucionales para ``desaparecer'' los poderes en Chiapas, lo que hay que reconocer es que ahí no hay los poderes que se requieren para una vida colectiva mínimamente normal. Y acto seguido, aceptar abierta y comprometidamente que la conformación de esos poderes necesarios no puede darse por la vía simplista del tío vivo de la sustitución y el interinato permanentes. Hay que reconocer, en fin, que la era de los políticos y de la política chiapaneca en clave oligárquica y siempre y obsesivamente desde Tuxtla, llegó a su término de la manera más destructiva imaginable, y que lo que se requiere en ese territorio es un esfuerzo mayúsculo del Estado en su conjunto, que a su vez depende de la capacidad y la rapidez con que el gobierno federal construya un acuerdo en lo fundamental para Chiapas.

Tenemos un método y sólo uno para constituir los poderes del Estado: el método democrático. La designación vertical o la apelación a la herencia revolucionaria quedaron atrás, mucho más el pacto que permitió que la Revolución aquella nunca llegara a Chiapas.

Es o debería ser claro hoy para todos, que el método democrático al que hemos arribado es deficiente e insuficiente y que es esto lo que da a la reforma estatal no sólo actualidad sino urgencia. Es en Chiapas donde tales faltantes se han vuelto los perfiles de una tragedia que puede volverse nacional si se sigue, desde el gobierno pero también desde la oposición, actuando como si tuviésemos ya una democracia normal en toda forma. Como si en efecto se hubiese superado ya el tiempo de la política constitucional, como la llama Dahrendorf.

En Chiapas hay que constituir poderes constitucionales a través del método democrático, pero para ello hay que crear las condiciones mínimas para que dicho método opere. Reconocer y declarar la inexistencia de esos poderes es un paso indispensable pero del todo insuficiente, sobre todo si una vez dado el paso constitucional de rigor se piensa que lo que sigue son unas elecciones que por sí solas se encargarían de depurar y rehabilitar a ese dolido y castigado pueblo.

Tres, por lo menos, son las acciones a realizar antes de ello. En primer término, la eliminación del estado paramilitar imperante. Caiga quien caiga y cueste lo que cueste, ése es el desarme que urge llevar a cabo. En él nos jugamos lo que quede de la autoridad estatal nacional y de sus órganos donde por excelencia se condensa el monopolio legítimo de la fuerza: el Ejército nacional y la Procuraduría General de la República.

En segundo lugar, es indispensable que el Congreso Local, antes de hacer mutis, realice la remunicipalización del estado, criminalmente pospuesta desde 1994. Sin el inicio de una vida política local efectiva, y sin una relocalización de las tareas públicas elementales, no puede siquiera imaginarse una subsecuente y progresiva normalización democrática de la región.

En tercer pero no último lugar, es vital el despliegue de una política social única destinada a proteger a los más débiles y afectados, y a crear la infraestructura mínima necesaria para una vida en común digna de tal nombre. Una política para que aquella fantástica y sufrida región se vuelva habitable. Se dice pronto, pero antes hay que hacerse cargo de que no hay inversión que aguante cuando por piso se tiene un pantano y por techo la selva alta. Así se lleve a cabo por el más ducho y audaz de los empresarios, de los representantes del Señor o de la sociedad civil vuelta demiurgo.

Nada de esto es tarea local sino del Estado nacional, pero se ha demostrado hasta el hartazgo, y más que nada en Chiapas, que sin el concurso de la energía local nada podrá hacerse. Este es el reto mayor que el país y el Estado tienen enfrente, y es aquí donde Chiapas es en efecto todo México.

La reforma del Estado, que se vuelve a proponer como tarea central del gobierno federal, tiene que reconocer como sus vertientes maestras la creación de un orden democrático que produzca gobernabilidad y no su contrario, así como la conformación de un Estado descentralizado, capaz de dar curso a las tendencias dominantes del México de fin de siglo. Sin asumir la descentralización como tarea mayor del Estado, lo que se pone en riesgo es la validez histórica y el reconocimiento político nacional del propio centro; ésta es una de las perplejidades que nos ofrece el cambio del mundo y nuestra acelerada inserción en él.

Hay, por delante, mucho que hacer en materia de diseño y concepción institucional para que esas tareas puedan realizarse productivamente. Pero hay sobre todo que correr el riesgo de hacer camino al andar, construyendo cuanto antes un gran acuerdo nacional que ponga como prueba de su valor y del compromiso de quienes lo adoptan, la cuestión chiapaneca.

Chiapas se ha vuelto inseparable de la cuestión indígena, pero es preciso admitir que ésta va más allá, no sólo en la hipótesis sino en la práctica social y política de muchas otras regiones. Si se oyen bien las voces de todo el sur mexicano, es claro que urge que el Congreso de la Unión y el gobierno federal se apresten a ventilar, poniendo en juego el método democrático y representativo, la traducción legal de lo acordado en San Andrés Larráinzar hace más de un año.

Pero a la vez, los partidarios de la causa indígena tienen que asumir la dimensión democrática, representativa y nacional de la cuestión planteada. De ocurrir así, se habrá dado un paso mayor, tal vez decisivo, para incorporar al debate y a la reflexión nacionales, como tiene que ser, el todavía impreciso asunto de las autonomías y su lugar en el estado reformado. Querer que sea éste el punto que despeje la endemoniada ecuación que Chiapas le ha planteado al país, es poner la carreta delante del caballo, y disponerse a caminar para atrás.