Arnaldo Córdova
El Ejército en Chiapas
Usar al Ejército en contra de los civiles es, siempre, profundamente degradante para el instituto armado. Al soldado se le educa, ante todo, en la idea básica de que las fuerzas armadas se han instituido para defender a la patria de una agresión militar y proteger a su pueblo. Cuando se les pone a hacer servicios de policía o se les manda a combatir contra civiles, resulta casi inevitable que los soldados se conviertan en enemigos de sus propios conciudadanos, de los que, de ahí a poco, comienzan a ser sus verdugos.
En Chiapas, el Ejército ha tenido una dura prueba que puede influir muy negativamente en su desarrollo y en la integridad moral, y creo que hasta psicológica, de sus miembros. Profundamente civilista y apolítico, nuestro Ejército es fruto de una historia a través de la cual se le ha convertido en una organización de profesionales surgidos del pueblo. No es un Ejército de casta; no es un Ejército hecho para combatir a su pueblo, sino para defenderlo y apoyarlo.
Nada hay tan degradante para un Ejército como que se le ponga a combatir contra civiles armados y no contra otros ejércitos. La mayor tragedia bélica norteamericana se dio con la guerra de Vietnam. A la sensación de una derrota ignominiosa se sumó una desmoralización que apenas con la Guerra del Golfo Pérsico pudo contrarrestarse, 15 años después de la caída de Saigón. Los soldados norteamericanos fueron convertidos en asesinos de civiles y llevaron el mal, con posterioridad, a su propia sociedad.
Todos los ejércitos latinoamericanos se degradaron hasta la ignominia en sus guerras sucias de contrainsurgencia durante los años 60, 70 y 80. Al Ejército mexicano le fue mejor porque nosotros no tuvimos una verdadera guerra de guerrillas sino hasta 1994. Y hoy podemos ver la tremenda descomposición que nuestro Ejército ha sufrido por habérsele puesto a combatir a civiles armados. No es lo mismo que un soldado luche contra otro soldado, a que combata contra un civil armado, y peor todavía si éste no lo está. A final de cuentas, llega el momento en que ya no puede hacer distingos y eso es lo peor.
La descomposición moral del Ejército comienza por los altos mandos. Aun si no fuera auténtico el plan de guerra que hicieron público la revista Proceso y algún otro medio informativo, no puede dudarse de que la Secretaría de la Defensa Nacional tiene otros planes muy parecidos al que se dio a conocer (y pueden ser peores). Esos altos mandos, en su estrategia de guerra, han perdido la noción de lo que es el pueblo al que se deben, en este caso el pueblo de indios de Chiapas. Ahora sólo ven en él al enemigo a destruir.
Pésimos conocedores de la vida política del país, nuestros jefes militares sólo tienen a la vista los blancos a los cuales desean dirigir sus proyectiles. Viendo enemigos en aquellos civiles indios, armados o no, ni siquiera se hacen cargo de los esfuerzos por llevar la paz a Chiapas. Los generales no pueden pensar en la hipótesis realista de un proyecto de paz para Chiapas, porque su objetivo no es la paz, sino la guerra. Su objetivo final es la destrucción de los transgresores, como llaman a los guerrilleros, junto a los cuales cada vez más agregan y agreden a la población civil que los apoya. Sólo esperan, de verdad, que el Presidente les dé la orden en el momento adecuado para iniciar la cacería.
Mientras tanto, no sólo hacen movimientos de tropas intimidatorios frente a las comunidades indígenas, sino que, por su propia cuenta y sin siquiera contar con una inteligencia militar medianamente preparada, buscan cuanto medio encuentran para atizar la situación prebélica que priva en la zona de conflicto. Ejemplo de ello es la idiotez de presentar publicaciones de la Diócesis de San Cristóbal como ``documentos'' de una participación activa de los obispos en la rebelión zapatista. Por lo que se ha podido ver, ni siquiera se han dado cuenta del ridículo en que se han puesto ante la opinión pública del país y de todo el mundo. El Presidente debería darles una mano y, sobre todo, no dejarlos que hagan sus planes de guerra por su lado.
En realidad, no hay lo que podría decirse una ``militarización'' del estado de Chiapas. Se pueden recorrer todas las carreteras de la entidad, como las que confluyen a Tuxtla Gutiérrez y a San Cristóbal, la que va a Palenque o las de la Costa y la zona fronteriza con Guatemala y no se encuentra ni un soldado, mucho menos retenes militares. Pero sí la hay y muy intensa en la llamada zona de conflicto, en Los Altos, la Selva y el Norte. Allí la frágil vida social y comunitaria de los indígenas está siendo destruida por la presencia de los soldados. Estos no edifican campamentos, como lo mandan las ordenanzas militares; defecan al aire libre, dejan basureros por todos lados, penetran en los poblados, catean casas, como si fueran policías con orden judicial, y roban el poco alimento y las pobres pertenencias de sus habitantes; fomentan la prostitución, que no hace mucho era totalmente desconocida para las comunidades indias, y, lo peor de todo, agreden, intimidan y amenazan sin descanso a los pobladores. Es un régimen de terror militar que debe cesar de una vez por todas.
Nuestro Ejército, patriótico, nacionalista, civilista, popular y apolítico, se está pudriendo en Chiapas y está contribuyendo a la descomposición de la vida social allí. Si no fuera por otro motivo, éste debería ser suficiente para sacarlo de la zona de conflicto y mandarlo a curar sus ya muchas heridas morales en sus cuarteles, de los que nunca debió haber salido. Haberlo expuesto al pudridero de la lucha en contra del narcotráfico fue letal; mandarlo, encima, a enfrentar a poblaciones indígenas, miserables y muchas veces indefensas, fue exponernos a hacer de nuestros soldados futuros sicarios asesinos del pueblo y potenciales delincuentes que acabarán desollándonos a todos. No olvidemos que, entre otras cosas, de nuestras fuerzas armadas también depende nuestro futuro como nación.