El anuncio formulado ayer por el secretario de Hacienda, José Angel Gurría, en el sentido de que la caída de los precios del petróleo en los mercados internacionales hará necesaria una disminución del gasto gubernamental calculada en 15 mil 273 millones de pesos, representa un hecho de gran importancia que debe ser analizado a profundidad, tanto por el lado de los impactos que tal reducción tendrá para el desempeño de las finanzas públicas y de la economía nacional, como por el de los criterios que se siguieron para decidir los montos y los rubros en los que se efectuarán los recortes.
Si bien la decisión de las autoridades hacendarias es una medida precautoria para compensar la merma de los ingresos petroleros del país --calculada en 2 mil millones de dólares, si se mantiene por un año el precio actual del hidrocarburo-- que puede resultar adecuada, debe tenerse especial cuidado en que las reducciones previstas no afecten ámbitos y gastos esenciales y no introduzcan nuevos desequilibrios en las finanzas públicas en aras de contener los efectos negativos de la caída de los ingresos de Pemex.
En primer lugar, cabe señalar que el gobierno federal deberá hacer frente a los despidos de trabajadores que tendrán lugar con motivo del redimensionamiento de diversas instancias del sector público motivadas por los recortes presupuestales y vigilar que la reducción en los egresos no se traduzca en desmejoras de los servicios públicos, cancelación de obras de infraestructura básica, abandono de proyectos de asistencia y beneficio social, repunte de la inflación, depreciación de la moneda o incremento de la deuda pública. Del mismo modo, las autoridades deberán informar a la opinión pública, en el corto plazo y con amplitud suficiente, cuáles son las áreas y los proyectos que serán afectados por la medida ayer anunciada y abocarse a erradicar los gastos suntuarios, los rescates de grandes grupos privados, los desvíos y los dispendios que --aun sin la pérdida de recursos por las exportaciones petroleras que hoy se registra-- representan egresos injustificados e intolerables, máxime si se tiene en cuenta la angustiosa penuria económica que padecen millones de mexicanos.
Es igualmente indispensable que la SHCP ponga a consideración del Congreso las modificaciones en el presupuesto, en el entendido de que este instrumento fue aprobado tomando en cuenta una serie de escenarios macroeconómicos y metas que han sido afectados por la caída del precio del petróleo. Además, si se considera que el presupuesto fue resultado de un ejercicio plural, cualquier cambio en sus premisas debe ser sancionado necesariamente por el Poder Legislativo.
Por otra parte, cabe cuestionar, a la luz de la urgencia con la que el gobierno federal afrontó la caída de los precios del crudo, la validez de las afirmaciones en el sentido de que con la apertura comercial y la expansión de los mercados para los productos mexicanos sería posible la ``despetrolización'' de la economía nacional. Aunque el crecimiento de las exportaciones no petroleras del país es indudable, Pemex continúa siendo la principal fuente de ingresos para el gobierno federal, situación preocupante en la medida que el precio del hidrocarburo está sujeto a factores que están fuera del control del gobierno mexicano y que pueden producir giros no previsibles, y hasta desastrosos, como sucedió a principios de la década de los 80.
Por esta razón estratégica elemental, y para propiciar un crecimiento saludable de la economía mexicana, resulta necesario emprender reformas fiscales que permitan elevar los ingresos del Estado mediante la expansión de la base de contribuyentes, la disminución de los niveles de evasión y el incremento de la actividad económica. De esta forma sería posible reducir de manera progresiva --sin elevar los impuestos y diversificando las fuentes de captación impositiva-- la importancia de los recursos entregados por Pemex al erario público, estimados en 75 u 80 centavos de cada peso captado, y prevenir, con medidas de índole estructural y no meramente coyunturales como los recortes presupuestales, que fenómenos de volatilidad como el que se registra actualmente en el mercado petrolero tengan impactos negativos en las finanzas y en el desarrollo nacionales.
Durante la presentación del Programa de Educación 1998, el presidente Ernesto Zedillo hizo alusión ayer al conflicto chiapaneco y se refirió a ``algunas voces (que), para favorecer posiciones de grupo o intereses de partido, han buscado aprovechar problemas que preocupan a todos los mexicanos''. Aseveró que ``no es legítimo que ante hechos que a todos nos duelen y a todos nos indignan, se busque obtener una ganancia política'' y llamó a dejar de lado ``el encono y la recriminación, el ataque que se vale de la muy válida indignación colectiva frente a la violencia y la injusticia, para impulsar el interés de grupo o de partido''.
Por principio de cuentas, llama la atención, en el discurso del mandatario, la forma genérica e imprecisa de las acusaciones. Desde el día mismo en que se perpetró la matanza de Acteal, miles, decenas de miles, centenares de miles de personas, organizaciones políticas, sociales y laborales, medios informativos, instituciones religiosas y civiles de México y del mundo, así como organismos internacionales, han expresado su indignación ante ese hecho criminal, ante la persistente injusticia, la militarización y la opresión que padecen los indígenas chiapanecos y ante la falta de acciones gubernamentales eficaces y expeditas para atacar de raíz la crisis de Chiapas. Tales expresiones se han repetido e intensificado a raíz del ametrallamiento de indígenas desarmados por fuerzas del orden en Ocosingo, el lunes pasado.
Si el presidente Zedillo considera que en medio de ese clamor generalizado hay quienes buscan ganancias políticas o impulsar intereses partidarios, sería necesario que precisara, en aras de la transparencia y el esclarecimiento de posiciones, quiénes son los destinatarios de su imputación. De otro modo, parecería que el propósito presidencial fuera descalificar el repudio multitudinario a las acciones de exterminio realizadas en Chiapas con la complicidad de las autoridades estatales y municipales priístas, y ante la inacción de las instituciones federales.
En todo caso, ubicar el conflicto chiapaneco y sus repercusiones nacionales y mundiales en la lógica de las pérdidas y las ganancias --políticas, en este caso--, puede llevar a conclusiones no necesariamente ciertas, pero sin duda negativas para el gobierno federal: los únicos ``ganadores'' a la vista serían, en esta lógica, el Ejército y sus mandos, que han expandido de manera desmedida sus atribuciones y facultades; Francisco Labastida Ochoa, quien llegó a la Secretaría de Gobernación en medio de la crisis desatada por la matanza de Acteal, y Albores Guillén, quien por esa misma circunstancia recibió la gubernatura estatal; en tanto, en la lista de los ``perdedores'' habría que inscribir a la sociedad en su conjunto y, ciertamente, al gobierno federal; pero habría que admitir que los principales perdedores, desde cualquier punto de vista, han sido los propios indígenas chiapanecos, muchos de los cuales han perdido su vivienda y sus cosechas y hasta sus más ínfimas pertenencias, y no pocos han perdido, además, la vida.