La Jornada jueves 15 de enero de 1998

Adolfo Sánchez Rebolledo

¿Qué paz en Chiapas?

Antes de los trágicos sucesos de Chiapas, parecía que el país se dirigía sin graves contratiempos a la consolidación de la normalidad democrática. Hoy esa confianza se ha desvanecido. Acteal nos probó, entre otras cosas lamentables, la fragilidad de las ilusiones democráticas, sobre todo cuando éstas confinan a un segundo plano los temas ``peligrosos'' y al tiempo la depuración de los problemas.

Si la modernización democrática, indispensable en todos sentidos, no puede ser el remedio universal para todos los males de la sociedad, mucho menos lo es si pesa sobre ella la herencia lapidaria de una historia cargada de ilegalidad, opresión y violencia, de esa suerte de tradicionalismo autoritario que cotidianamente se encarga de contradecir en los hechos sus principios más sagrados. ¿Quién duda que tras la matanza de Acteal o las provocaciones de Ocosingo no repuntan los fantasmas del pasado, el sueño del orden, la mano dura expedita y eficaz?

Aunque no fuera por otros motivos, éstos serían más que suficientes para plantearse la urgencia de salir definitivamente de la provisionalidad democrática, de esta especie de ``transición en la transición'' en la que vivimos, que aún impide considerar a todas y cada una de las fuerzas políticas como actores legítimos de la democracia y, por tanto, como protagonistas que comparten responsabilidades y deberes a pesar de sus diferencias. Se repite con razón que urge reanudar el diálogo entre zapatistas y gobierno a fin de arribar a un acuerdo de paz, creíble. Pero siendo absolutamente indispensable un compromiso entre todos los actores regionales, es igualmente cierto que la paz es un asunto nacional, que debe ubicarse en la perspectiva general de la transición. En otras palabras, más que un problema del gobierno (que lo es), la paz --por la naturaleza de los temas que tiene que resolver-- es una cuestión de Estado y así tienen que asumirlo sin más tardanza las fuerzas políticas y las instituciones que lo integran.

Una sociedad democrática pero dividida en sus objetivos fundamentales difícilmente podrá hacerse cargo de problemas como la desigualdad o el reconocimiento de los derechos de los indios que se empolva criminalmente. En un sentido amplio, la ``paz'' no es un arreglo más, al que pueda llegarse mediante los métodos propios del mercadeo político, un acuerdo ``técnico'' entre otros que se consideran igualmente importantes a fin de ``normalizar'' una situación excepcional que no se aviene a las formas reconocidas en nuestro régimen de derecho. Y es que el atraso que agobia a regiones y pueblos enteros --y está en el fondo del problema-- no es el resultado de un mero rezago histórico, algo así como la consecuencia de un olvido del progreso, reparable a corto plazo mediante apoyo o inversiones en los puntos de crisis o por la buena voluntad de los gobernantes.

En Chiapas, Guerrero y Oaxaca, pero no únicamente allí, subsisten formas de explotación que se valen de todos los medios para sobrevivir pese a los cambios que se producen en el resto del país. En las Cañadas o en Los Altos, no hay más Estado que el se concentra en el poder del caciquismo local, cuya fuerza deriva de uno y mil mecanismos de control ``culturales'', pero que nada sería en definitiva sin la fuerza represiva de los cuerpos de seguridad que hoy suplantan a las viejas bandas de guardias blancas para cumplir con las tareas de siempre: someter al orden prevaleciente a los campesinos indígenas.

Cambiar la naturaleza de esas relaciones de poder --estamos cansados de verlo en Chiapas-- exige, por supuesto, una reforma de la que no pueden sustraerse las fuerzas nacionales: el gobierno, desde luego, tiene enorme responsabilidad pero también la tienen los partidos democráticos que ya no pueden seguir instalados en el simple cálculo político, las iglesias cuya presencia e influencia las hace mucho más que intermediarios entre grupos enfrentados; los medios de comunicación, cuya capacidad de orientar y definir la coyuntura salta a la vista. En suma: la paz camina de la mano de la reforma del Estado que hasta hoy los legisladores administran a cuentagotas.