La Jornada jueves 15 de enero de 1998

Manuel García Urrutia M.

Chiapas se mide por lágrimas (y acciones)

Chiapas duele. He visto escenas desgarradoras en las imágenes que Ricardo Rocha ha llevado hasta nuestras casas. Cuando se ven y oyen los testimonios de la gente desplazada por el conflicto, como espectador no se tienen más que dos salidas: se le cambia de canal o se aguanta y se siente lo que están viviendo, hoy, seres humanos, hermanos nuestros, en esa zona del país.

Es imposible no conmoverse. He llorado de impotencia, de coraje, de pena. He pedido perdón por esta guerra absurda contra hombres y mujeres humildes, niños que se mueren de tos ferina y de neumonía, cuya osadía ha sido levantarse frente al anuncio de nuestro ingreso al primer mundo, para recordarnos nuestro olvido y lanzarnos un ``nunca más sin nosotros''.

Mis problemas cotidianos se vuelven baladíes frente a las angustias que enfrentan miles de personas que no tienen casa ni comida, que están afectadas en su salud, que no tienen acceso a la educación y que hablan en un idioma diferente, que no entendemos ni se quiere comprender. Testimonios necios y dignos que afirman, aunque vaya en juego su vida, que no aceptarán la ayuda del gobierno federal o estatal ni del Ejército porque los han engañado, porque no saben cumplir. Quieren que el Presidente respete los acuerdos de San Andrés sobre cultura y derechos indígenas, aterrizados en la propuesta de reforma constitucional elaborada por la Comisión de Concordia y Pacificación, representación plural del Congreso de la Unión. Lo afirman con sus palabras y con sus actos. Con una congruencia brutal, ejemplar. Para ellos la vida no tiene sentido si no cambia y mejora su situación. Es como una huelga fatal.

Laceran las imágenes, estos hechos que suceden en México, pero lo que más indigna es la insensibilidad y el doble lenguaje oficial. Las acciones del gobierno hablan del desprecio al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que no merece mención por su nombre del secretario de Gobernación ni de un gobernador interino que parece no captar la magnitud de la problemática y mantiene un discurso ambiguo al viejo estilo; de un Ejército que mantiene una estrategia beligerante para anular la presencia del obispo Samuel Ruiz, representante de la Comisión Nacional de Intermediación, que no lo ve como a un aliado de la paz sino como a un enemigo, en tanto cerca y avanza en zonas de influencia zapatista tratando de disminuir la base social del EZLN. El gobierno ataca, con un discurso vacío de conciliación y el pretexto de la ayuda humanitaria --muy necesaria, pero inútil si no se acompaña de acciones que tiendan a distender el conflicto. El presidente Zedillo dice que quiere la paz al tiempo que se arman grupos al servicio de caciques y poderes locales; mientras, no se cumple lo que se ofrece, se dilapidan recursos para comprar conciencias, el Ejército aumenta sus tropas en Chiapas, se pierden vidas humanas, ya por las armas, ya por la pobreza.

Las vidas se ofrendan para una paz digna, ¿cuántas necesita el gobierno para satisfacer las demandas de los pueblos indios, cuántas para vencer su soberbia y su sentido absurdo de autoridad? ¿Cuál es el precio?

Un secretario de Estado ha propuesto cambiar armas por arroz, después de cuatro años de discutir si una rebelión puede ser provocada por el hambre y la indigencia --causa que el salinismo de antes y de ahora ha rechazado. Pero, más allá de esa tontera, el hecho es que la guerra que se quiere ignorar, la que nuestro otrora canciller llamó ``de Internet'', ahí está y se nos mueren compatriotas; se nos mueren niños. Chiapas se mide con lágrimas, nos recuerda Sabines. ¿Cuántas lágrimas?

Zedillo ha enfrentado resistencias poderosas para hacer avanzar el proceso democrático, por eso parece inverosímil que un temor aberrante a la autonomía detenga todo un esfuerzo integral para pagar una deuda ancestral --agudizada en los últimos tiempos por las políticas neoliberales-- con nuestros hermanos indígenas. El jefe del Ejecutivo tiene que demostrar voluntad para resolver un conflicto que no debió ser. Ofrecer palabras no es suficiente. El gobierno tiene que mostrar su disposición a incluir, a conciliar, no a imponer; debe empezar por retirar al Ejército de las zonas de conflicto, así como desactivar los grupos paramilitares y respetar los acuerdos de San Andrés. O qué: ¿le es más difícil cumplirle a ciudadanos mexicanos que al Fondo Monetario Internacional?.