Horacio Labastida

El drama de los desplazados

Fácilmente nos inclinamos en México a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el ojo propio, y por tanto a horrorizarnos al contemplar, en el extranjero, la tragedia de multitudes huyendo de aquí o de allá, sin lugar fijo y con despensas vacías, a fin de escapar de la persecución de grupos militarizados bien surtidos en armas y dinamita que estalla en blancos azarosos, únicamente con el objeto de destruir por destruir, arrebatados por intereses inconfesables y extraños a causas civilizadoras. Ya es cotidiano el desplazamiento de masas de familias en Africa, Asia y Europa, sacudidas por la ferocidad de apocalípticos aventureros. Apenas ayer nos estremecieron las guerras fascistas o el salvajismo nazi en acciones depredadoras y hostigadoras de enormes multitudes civiles que huían ante el miedo de verse esclavizadas o cremadas, sin misericordia alguna, martirios que los agresores de Corea, Vietnam, Afganistán e Irak han replicado en el pasado inmediato.

Suponíamos en México que los desplazamientos humanos eran asuntos extranjeros, inclusive latinoamericanos, según sucedió, por ejemplo, en Argentina y Chile, víctimas de gorilatos militaristas bien simbolizados en Pinochet o Somoza. Esto y también aquello podía ocurrir en el mundo, no en México, donde somos habilísimos para ver en los ojos de los demás abundantes pajas, y no las vigas en los nuestros.

Desgraciadamente siempre hay un pero que agregar cuando se regresan las páginas de la historia. Nunca importaron a los soldados de Cortés ni a los colonos del Virreinato las palabras cristianas del Evangelio, a pesar de izarlas como normas de conducta. Sin piedad persiguieron a los nativos, los esclavizaron y mataron en las labores agrícolas o en los túneles de las minas de oro y plata, tumbas de millones de cadáveres que provocaron rápidamente el empobrecimiento demográfico en los dominios de Felipe II y sucesores. Civiles y soldados, unos más y otros menos, saquearon a poblaciones inermes que, para sobrevivir, abandonaron los pueblos y refugiáronse en abruptas montañas o alejados destierros. Esta es la barbarie que explica en nuestros días la presencia de los descendientes de Kukulcán y Chac en los altos y las cañadas del Chiapas zapatista, o de los tarahumaras en los acantilados y las barrancas de la sierra chihuahuense. Son los hijos desplazados de los antiguos desplazados por las ambiciones de militares y aristócratas hispanos; continúan escondidos en virtud de que la arbitrariedad expoliadora se ha multiplicado en los años de vida independiente. Erraron los reformistas al aplicar las leyes de desamortización y nacionalización en las comunidades rurales, despojándolas de sus cultivos y casas, y peor lo hicieron los porfiristas con sus leyes contra el crimen, útiles para fusilar opositores, y con los decretos de deslinde y colonización, que enriquecieron a inversionistas extranjeros y hacendados a costa del patrimonio de los pobres. En aquel espantoso medio siglo, guardias rurales, policías locales y fuerzas armadas extendieron el terror en una sociedad rural plagada de criminales desplazamientos. El traslado de yaquis a Valle Nacional, enorme campo de concentración, y su venta y reparto de Yucatán y otras zonas del sureste, denunciados por John Reed en México Bárbaro, nos llenaron de vergüenza y dieron base a la condena mundial del presidencialismo militarista que acuñó el Plan de Tuxtepec. Una mezcla sucia y delictiva de intereses privados y castrenses originó tanto los dolorosos desplazamientos al interior del país como las corrientes migratorias hacia Norteamérica. El bracerismo es un caso típico de desplazamiento que atestigua la ineficiencia gubernamental en la solución de los grandes problemas nacionales.

Siguiendo la ruta de la Colonia y el siglo XIX, en nuestro ahora se repite la historia de los desplazados. En Chiapas prolifera una casta divina dueña y señora de hombres y riquezas; se trata de acaudalados locales y no locales y de fortunas acumuladas con el desahucio de los legítimos dueños de las tierras. Otra vez los sitios más abruptos son el cobijo de perseguidos y mutilados en los últimos cuatro años, por fuerzas armadas al servicio de las élites que sugieren las conductas gubernamentales; y esto ocurre porque el 1¼ de enero de 1994 anunciaron al país que habían decidido recobrar su dignidad y exigir trato justo y compatible con su calidad humana. La respuesta la han dado guardias blancas, paramilitares y soldados que intimidan al pueblo y buscan la manera de aniquilar al EZLN y a la población que lo apoya. En esta enrarecida atmósfera se registra el genocidio de Acteal, los tiroteos y asesinatos de desplazados, y las torturas y baños de sangre de una raza noble y buena, por la que hoy habla el Espíritu. Al fin aprendimos que la tragedia de los desplazados en el mundo es también una tragedia en México. También hay paja en el ojo propio.