Carlos Monsiváis
Arnaldo Orfila ante la gratitud de los lectores/ I
Entre 1920 y 1960, aproximadamente, unas cuantas casas editoriales retoman en América Latina la tradición de los libreros que a fines y principios del siglo XX impri-mían en París, Barcelona y sus respectivos países, y desafían a medios normados por el antintelectualismo, el hábito de la censura, la moralina y --de vez en cuando-- el dispense usted las molestias que le causa prescindir de estos libros. Luego, con el crecimiento de la enseñanza superior y las clases medias, los impresos se multiplican, pero en el periodo descrito el mérito de ampliar y consolidar el lectorado le corresponde --cito a las editoriales de más resonancia-- a Zig-Zag y Ercilla en Chile; Sur, Sudamericana, Losada y Emecé en Argentina; Fondo de Cultura Económica, Porrúa, Robredo, Botas y Cuadernos Americanos en México. Las condiciones del mercado son ásperas, se actúa con frecuencia a contracorriente, a los gobiernos y las sociedades la lectura, en el mejor de los casos, les resulta un pasatiempo, es vigorosa la resistencia a la crítica, pero las editoriales, y los grupos intelectuales que las animan, contribuyen vigorosamente a metas fundamentales: divulgación de los clásicos, forja del canon literario, diseminación de ideas y tendencias, desarrollo de las literaturas nacionales, puesta al día de la internacionalización, plataformas de encuentro de la cultura latinoamericana que pese a todo, sí existe.
Todavía a principios de los años treinta, la industria editorial española es predominante (recuérdese por ejemplo a Editorial Sopena), pero la dictadura de Franco desconfía al extremo de los lectores mientras los republicanos exiliados enriquecen el proceso latinoamericano, especialmente en México y Argentina, a donde llegan a consolidar un proceso ya en marcha, impresores, tipógrafos, traductores, diseñadores gráficos, escritores.
Y desde Santiago de Chile, Buenos Aires y ciudad de México, sobre todo, el proceso editorial es uno de los grandes indicios de la modernización. Al respecto, todo es posible. A veces se trata del empeño individual, digamos el de Victoria Ocampo en Argentina, que sostiene Sur (la revista y la editorial), o de Jesús Silva Herzog en México que hace lo mismo con Cuadernos Americanos (la revista y la editorial).
En ocasiones, el esfuerzo es de familias de libreros que ensanchan una tradición, como la familia Losada en Argentina, o los Porrúa en México. Estos últimos, con la asesoría de un intelectual extraordinario, Felipe Teixidor, divulgan a precios muy accesibles una parte sustancial del canon literario internacional y nacional en la Colección de Escritores Mexicanos y en la serie Sepan Cuántos.
Y en materia de iniciativa estatal, es notable la presencia del Fondo de Cultura Económica, fundado en 1934 a iniciativa de un grupo de abogados y economistas: Daniel Cosío Villegas, Emigdio Martínez Adame, Gonzalo Robles, Jesús Silva Herzog y Eduardo Villaseñor.
La fijación del canon
Cosío Villegas es el primer director de El Fondo (así, por antonomasia) de 1934 a 1948. Su visión, como lo han señalado Gabriel Zaid y Enrique Krauze, es de largo alcance.
Es preciso dotar a México, y a los países de habla hispana, del equivalente de los manuales universitarios de Inglaterra y Estados Unidos; es urgente dirigirse a los lectores profesionales, especie que ya el desarrollo nacional hace posible retribuyendo su decisión de estar al día con ediciones bien cuidadas y traducciones de primer nivel; deben abrirse espacios a la creación literaria de México y revisar la historia cultural de América Latina; conviene desalentar el ``lirismo'' e intensificar el conocimiento riguroso.
El Fondo, en la etapa de Cosío Villegas, es una editorial novedosa: le consigue un público a las ciencias sociales, diversifica el mapa de las vocaciones (ya no todos querrán ser médicos, abogados o ingenieros), y le da al término Casa editorial de Estado los elementos precisos de autonomía relativa y perspectiva humanista.
Para sustituirlo, Cosío Villegas piensa en un intelectual argentino, al que conoció en México en 1919, en el Congreso Iberoamericano de Estudiantes, Arnaldo Orfila Reynal (nacido en 1897), veterinario de profesión, tiene experiencias específicas: ha sido director de Eudeba (Ediciones de la Universidad de Buenos Aires) y, de 1944 a 1948, representante en Argentina del Fondo de Cultura Económica.
Cosío toma en cuenta las cualidades de Orfila: trabajo sistemático, visión de conjunto, conocimiento de la realidad latinoamericana. Al principio, la muy activa xenofobia, ya presente a la llegada del exilio español, rechaza a Orfila (``¿Qué no hay un mexicano capaz?''), pero dura poco el brote chovinista.
Orfila va integrando un equipo de primer orden, en el que sobresalen Joaquín Díez Canedo, Alí Chumacero, Juan José Arreola, Antonio Alatorre, Manuel Andújar, Elsa Cecilia Frost, Eugenio Imaz, Emmanuel Carballo. Son años de pasión crítica, de revisar incesantemente las galeras, de vivir tan a fondo el proceso de los libros que según Arreola, ésa fue su ``etapa universitaria''.
A principios de los años cincuenta el público es distinto, ha desaparecido la generación que sólo creía en la literatura, y sin que se diga, y sin que deje de decirse, quien participa en la empresa se siente ligado a una gran aventura cultural, quizás la más relevante de ese momento.
Los años cincuenta son la gran década del Fondo de Cultura Económica de Arnaldo Orfila. Se respeta en lo básico el criterio de Cosío Villegas y su grupo en lo tocante a economía y ciencias sociales, y se responde a las exigencias de modernidad de autores y lectores.
En esos años, la Editorial Porrúa elabora el canon del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y el Fondo se hace cargo de parte fundamental del canon nuevo.
``Vine a Comala porque me dijeron...''
El Fondo publica clásicos de economía y filosofía, y entre ellos e inevitablemente a Marx. En medio de la Guerra Fría, que afecta considerablemente a México, Wenceslao Roces, para poner un magnífico ejemplo, traduce El capital. Y las colecciones incrementan su importancia: Extremos de América, Tezontle y, muy especialmente, Breviarios y Letras Mexicanas. A México acuden exiliados políticos de Guatemala, Cuba, Chile, Venezuela, Ecuador, y muchos de ellos son correctores y traductores del Fondo. Los Breviarios, inspirados en colecciones francesas de divulgación, y orientados por Alfonso Reyes pronto se convierten en un recurso indispensable, y en Letras Mexicanas se formaliza el reconocimiento de la gran literatura producida en México. Ya Carlos Pellicer y Octavio Paz han publicado en el Fondo, pero en los años cincuenta se amplía, y de modo formidable, la lista.
Una lista muy incompleta da sin embargo idea suficiente de esta etapa. Publican en el Fondo Juan José Arreola (Confabulario, Varia invención), Juan Rulfo (El llano en llamas, Pedro Páramo), Carlos Fuentes (La región más transparente), Luis Spota (Casi el paraíso), Edmundo Valadés (La muerte tiene permiso), Octavio Paz (La estación violenta), Jorge López Páez (El solitario Atlántico), Rosario Castellanos (Balún Canán), Fernando Benítez (El rey viejo, El agua envenenada). Antes, el destino de los escritores mexicanos, en manos de editoriales las más de las veces sin continuidad, era, por así decirlo, azaroso. El caso de Agustín Yáñez, que publica en Porrúa Al filo del agua, es entonces excepcional. Lo común es que la mala o la pésima distribución vuelva inexistentes a los libros. Con Letras Mexicanas este proceso pierde su tono fatalista así nunca se desvanezca del todo.
A la primera etapa de Letras Mexicanas la distingue los descubrimientos y júbilos comunitarios, las esperanzas y las impaciencias. Si no exactamente clásicos instantáneos, aunque varios lo son, son libros que marcan a una generación. El laberinto de la soledad (que publica al principio Cuadernos Americanos), Confabulario, El llano en llamas, Pedro Páramo, La región más transparente y Casi el paraíso. Hay entonces, no lo puedo probar, no lo consigo olvidar, la sensación eléctrica de los descubrimientos simultáneos, de otra literatura, otra concepción de la ciudad, otra relación con lo moderno.
En estos años, la literatura moderna cala en México gracias al no tan pequeño y creciente núcleo que ha leído a Reyes, Vasconcelos, Torri, Martín Luis Guzmán, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Rodolfo Usigli, José Revueltas, Agustín Yáñez, y los novelistas de la Revolución, y que se sumerge de pronto en el fluir de lo nuevo, el campo agónico y espectral de Rulfo, la prosa labrada de Arreola, la revelaciones poéticas y las interpretaciones de la psicología nacional de Paz, la ciudad-avispero de chismes de Spota y la ciudad-mural de Fuentes.
Y el Fondo le aporta a sus lectores una identidad comunitaria (``Nos sumergimos al mismo tiempo en la literatura que señala nuestro rostro contemporáneo''), y el gusto por volver noticia a un número significativo de libros. Un libro que es noticia, algo que no pasaba desde Ulises Criollo y La sombra del caudillo, cuyo primer atractivo, en todo caso, fue político.
Sin alardes, Orfila es un editor moderno, es decir, alguien cuyo proyecto exige anticiparse a las demandas y satisfacer las exigencias, concentrado en el cultivo de diversas líneas editoriales, en este caso, el énfasis en los clásicos, la actualización permanente de los libros de texto, el interés por el pensamiento internacional y la historia de las ideas en América Latina, la atención continua a los nuevos escritores. (Del proyecto quedan fuera la novela internacional y la poesía latinoamericana).
La formación de Orfila no es literaria, y sin embargo se da tiempo para ubicar con claridad el panorama creativo, sin pretender sustituir el criterio del cuerpo de asesores. No son muchos los escritores mexicanos de calidad que no aparecen en el catálogo del Fondo en la etapa de Orfila: Jaime Sabines, Renato Leduc, Elías Nandino, Rafael F. Muñoz... y los que publican las nuevas editoriales: Joaquín Mortiz y ERA sobre todo.