Diversos hechos y señales alarmantes indican la determinación del gobierno federal de mantener sin cambio esencial la estrategia que ha seguido en los dos últimos años frente al EZLN y la insurgencia indígena en Chiapas. Es así, pese al fracaso de esa línea cuyos propósitos han sido doblegar al EZLN, minar su voluntad y derrotarlo; desalentar la determinación de las comunidades indias por alcanzar sus metas de justicia, dignidad, bienestar y autogobierno; engañar a la opinión pública nacional e internacional, y aislar a ese movimiento liberador.
El gobierno no ha conseguido ninguna de esas metas, aunque ha invertido enormes recursos y energía para conseguirlo: mantiene en Chiapas numerosos efectivos militares que cercan al EZLN, realizan labores de inteligencia e infiltración, buscan confidentes y facilitan la creación de grupos paramilitares. Asimismo, el gobierno ha realizado un enorme gasto social e inversiones en carreteras, pero todo como parte de una táctica contrainsurgente. Hasta el momento, pese a discursos y declaraciones del Presidente, sus secretarios o los comisionados oficiales para las negociaciones, no ha existido la intención verdadera de arribar a una solución política del conflicto que estalló hace cuatro años. Se apuesta, ilusoriamente, al agotamiento del EZLN y del amplio movimiento social de respaldo, o a una aventurera solución militar que sólo sería el inicio de una grave confrontación nacional.
Que el gobierno sigue empeñado irresponsablemente en su misma táctica lo evidencia su conducta de las últimas semanas. Tras la cobarde masacre en Acteal, comienza no la persecución de las bandas paramilitares sino un nuevo acoso militar al EZLN y sus bases de apoyo; se aumentan los efectivos del Ejército, muy numeroso desde hace cuatro años, y éste avanza hacia zonas zapatistas donde puede producirse un enfrentamiento que ``justifique'' una ofensiva militar completa. Cambian al secretario de Gobernación, al gobernador de Chiapas y al comisionado gubernamental para la paz en Chiapas (aunque ahora sólo es coordinador de las negociaciones), pero no se modifica la estrategia aplicada abiertamente después de los acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígena.
Si hubiera la mínima disposición de cambio en el gobierno, esto debería mostrarlo en la práctica y aceptar las propuestas de la Cocopa y la Conai, así como las exigencias de amplios sectores de la sociedad representados por los más de 200 mil participantes en la marcha del día 12 en la ciudad de México, quienes reclaman el regreso del Ejército a sus cuarteles, su salida de las comunidades, el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés y otras medidas encaminadas a crear las condiciones para distender la situación y reiniciar el camino de la política. No es fácil. Y será imposible sin la intervención, cada vez más enérgica y organizada, de la sociedad y sus organizaciones políticas, gremiales, culturales, pues no se trata de una acción de solidaridad y apoyo a la lucha de los pueblos indios.
La solución del conflicto en Chiapas, la satisfacción de las justas exigencias formuladas por el EZLN y que dan sentido a su alzamiento y a su lucha política, es inseparable del proceso de transformaciones políticas que se realizan en el país. Es imposible la transición democrática, la llegada a un nuevo régimen de democracia, justicia y libertades, sin la paz con justicia y dignidad en aquel estado, sin satisfacer las fundadas demandas de autonomía de los indígenas.
La transición a la democracia no se puede reducir sólo a elecciones transparentes, justas y equitativas; al buen funcionamiento y equilibrio de los poderes; al acotamiento del presidencialismo. En el primer lugar de la agenda de la transición está la solución del conflicto en Chiapas, además de la desmilitarización del país y reformas duras a la economía, de cara a los intereses de la mayoría de los mexicanos y mexicanas. La transición democrática pasa, sin duda, por Chiapas. No entenderlo así condenaría este proceso al fracaso.