Los grandes actores de la lucha contra la dictadura somocista sucumbieron antes de la hora del triunfo. Pienso en Pedro Joaquín Chamorro y en Carlos Fonseca, que representaron concepciones ideológicas diferentes dentro de esa lucha, aunque con una misma entereza y convicción. Por lo que encarnaban, y por la fuerza con que defendieron sus propios ideales, la dictadura los señaló de primeros para ser sacrificados.
La historia de Nicaragua es, en muchos sentidos, una historia de ausentes, y de herencia política de los ausentes; y por tanto, es también una historia de sustitutos. Pedro Joaquín Chamorro y Carlos Fonseca influyeron la historia de Nicaragua después de muertos, y aún más después de muertos. Estas son las grandes paradojas. Desaparecen, o dejan de tener importancia, los celos políticos, las conspiraciones silenciosas que buscan derribar los liderazgos, las inquinas. Hay un carisma que sólo agrega la muerte.
Ausentes, y sustitutos. Somos los sustitutos los que debemos demostrar si erramos o acertamos, si nos quedamos cerca de los ideales de los ausentes o nos alejamos de ellos. Pero toda lucha que termina en sacrificio presupone un ideal. Es lo que los sustitutos han olvidado no pocas veces en la historia, con consecuencias trágicas. Y hay también en la historia de Nicaragua personajes que representan papeles efímeros, pero determinantes, o que siendo llamados a escena de manera fortuita, realizan, para sorpresa de muchos, actuaciones trascendentes. Pienso en José Madriz, traído de su exlio para enfrentar, en soledad y dignidad, la debacle del fin de la revolución liberal, o en Bartolomé Martínez, que nunca estuvo destinado a gobernar, y que fue, en sus pocos meses en el poder, ajeno a las oligarquías, el presidente que Nicaragua nunca había tenido hasta entonces. O en Violeta Chamorro, que se salió de la lista del común de presidentes para ser recordada por su herencia de paz, y por su voluntad de reconciliar.
Pedro Joaquín Chamorro, a los 20 años de su asesinato, aparece como excepcional en nuestra historia. Excepcional sin haber tenido nunca poder político, toda su vida contra el único poder político que conoció. Era la antítesis de la figura de Somoza, dictadura contra democracia, opresión contra libertad, país militar contra país civil, corrupción contra decencia, el tirano versus el ciudadano. Semejante oposición, y Pedro Joaquín era el opositor, puesto en singular, no podía sino terminar en el triunfo de una u otra propuesta, el pasado, o el futuro. Terminó, como tenía que ser, en el triunfo del futuro, pero al costo de la vida del contendiente que nunca cejó. Fue la dictadura la que al fin no sobrevivió. El, sí.
En el friso de fotografías de su estudio en su casa de Managua, uno puede ver a Pedro Joaquín en familia, pero también, una y otra vez, en el banquillo de los acusados, con uniforme de presidiario, o tras las rejas, o delante de la corte marcial. Siempre está compareciendo frente a los Somoza porque siempre se está rebelando, conspira, o toma las armas, o escribe y dice lo que piensa, sin concesiones, hasta que ya no pueden más con él y ordenan su asesinato, para callar la voz que ya no quieren escuchar. Como Yokanan, hablando desde el fondo del pozo en el palacio de Herodes Antipa, en el drama Salomé de Oscar Wilde: le mandan a cortar la cabeza, pero esa cabeza sigue diciendo desde la bandeja ensangrentada la verdad que los tiranos no quieren oír.
Y no todos quisieron oír a Pedro Joaquín mientras vivió. Insistir en la verdad propicia siempre la soledad. Esa voz desde lo hondo del pozo era molesta no sólo para los Somoza en las alturas de Tiscapa, sino para los que buscaban componendas con la dictadura, cedían a las transacciones y terminaban sentados en una magistratura, en una curul, o en un triunvirato. La casa de Caifás tenía dos puertas; por una se entraba prisionero a las mazmorras, por otra a la fiesta de los premios y las consolaciones. El entró siempre por la puerta oscura, la de los suplicios, que es la misma puerta de la historia. La historia que es también, en el poema de Ernesto Cardenal, una zopilotera y un gran hedor. Y también un cadáver ensangrentado yaciendo en una camilla, pasconeado a balazos. Esas imágenes no sólo son la historia, también la cambian.
Ahora que caminamos hacia el final del siglo XX, si miramos hacia dentro de nosotros mismos, hacia nuestro pasado y nuestro entorno, bien podemos percibir lo que se queda atrás sin memoria, y lo que entra al siglo XXI. Entra Pedro Joaquín como héroe civil. Héroe civil no porque nunca hubiera tomado las armas, que entonces la historia de Nicaragua quedaría despoblada, de José Dolores Estrada a Sandino, civiles armados por la fuerza de la necesidad.
Un héroe para la vida civil, para la democracia, en las puertas del nuevo siglo. La democracia que es la gran herencia suya y de miles de nicaragüenses sacrificados, la herencia que el país no debería desperdiciar entre los fuegos fatuos del neoliberalismo, el más fatuo de todos el hedonismo. La herencia que no se debe arriesgar tampoco frente a ningún intento de autoritarismo, ese fantasma recurrente que siempre anda por allí, desnudo o bajo disfraces.
No deja de ser ocioso tratar de adivinar cómo se hubiera comportado Pedro Joaquín en las circunstancias posteriores a su muerte. No se puede enfrentar un símbolo con la realidad, siempre tan cambiante, que ya no le tocó vivir. Sin embargo, de una cosa sí estoy seguro: que nunca hubiera dejado de ser irreductible en defensa de la democracia, porque eso está en la consecuencia de su propia vida, y fue lo que le costó la vida; ni en contra de la corrupción, la lucha diaria que le costó también la vida.
Vivió como creyó, eso nada puede ya cambiarlo. Sus palabras fueron siempre consecuentes con sus actos, y eso no lo hacía tan popular entre lo que hoy se llamaría ``la clase política''. Y el problema más crucial de Nicaragua es, hoy, que muchos dejaron de hacer lo que predicaban, y aun hacen todo lo contrario de lo que siguen predicando. Jamás la retórica ha tenido un peso tan burdo. Es la costura ética del país la que se ha roto.
De esa sustancia ética se desprende todo lo demás, porque es la sustancia de que se fabrica el ejemplo. Y por eso es que está ya al otro lado de esa terrible línea divisoria que exalta, o sepulta. Al otro lado de la línea de este siglo, en el siglo XXI.