``Después de explicar lo que debía hacerse en caso de desastre, la sobrecargo abandona esa coreografía aprendida de memoria y desde su escenario en la proa del avión anuncia, como si se tratara de algo normal, que el sistema de aire acondicionado no funcionará durante el vuelo. El asunto es grave porque el destino es una isla calurosa del Caribe.''
``Cuba, por ejemplo'', dijo el terapeuta, que empezaba a ponerle coordenadas al sueño de su paciente. Ella siguió hablando, casi divirtiéndose con esa coordenada descabellada: ``Afortunadamente, dice la azafata ya sin coreografía, nuestro piloto ha ideado un sistema de enfriamiento ambiental que hará las veces de aire acondicionado. Y dicho esto, aparece un desfile de sobrecargos, cada uno con dos o tres cubetas humeantes de hielo seco que van siendo dispuestas a lo largo del pasillo del avión. Entonces el humo de tanto hielo empieza a formar una bruma que se va haciendo espesa al grado de que los pasajeros no podemos vernos unos con otros; y justamente en ese momento, cuando la bruma no deja ver nada, despierto''.
El terapeuta escribió sus notas durante un rato largo, mientras ella, del otro lado del escritorio, consolidaba la idea de que ese doctor era un fraude, incapaz de distinguir que ese sueño era un invento, que lo engañaba porque ya se había cansado de las explicaciones arbitrarias y poco convincentes acerca del sueño real, mil veces repetido y debatido, que le quitaba el sueño.
Salió del consultorio resuelta a no volver nunca, ella sola había solucionado el conflicto del sueño que le quitaba el sueño y había asistido a la cita nada más para comunicárselo al terapeuta, pero al verlo ahí, tomando notas, había decidido que en vez de la noticia, a manera de despedida, y de pequeña venganza, le inventaría un sueño, totalmente distinto, para desconcertarlo.
El sueño que le quitaba el sueño, había que reconocerlo, era un caso complicado: todas las noches, en determinado momento, empezaba a soñar que uno de sus amigos entraba en su habitación. Lo veía abrir con cuidado la puerta, luego caminar de puntas hasta su cama, sentarse en la orilla y una vez acomodado le empezaba a hablar, de cualquier cosa, sin interrupciones, hasta que amanecía. Ella no tenía corazón para interrumpirlo, porque era su amigo y se sentía un poco obligada a atenderlo, y a decirle que sí o que no de vez en cuando, y a reírse o a entristecerse según la historia. El sueño era fatigoso y al día siguiente despertaba con la sensación de no haber dormido nada.
Su ex terapeuta había propuesto una infinidad de soluciones, desde pastillas para dormir, hasta la técnica de interaccionar con el tipo durante el sueño, decirle por ejemplo que necesitaba dormir, o rebatir algunos de los temas que incluía por monólogo, o mudarse de habitación. Ninguna de las soluciones le habían parecido convenientes, no tenía corazón para decirle a su amigo que se fuera o que se callara; tampoco le gustaba la idea de que no la encontrara en su habitación, porque a lo mejor se ponía a buscarla de cuarto en cuarto y le daba por preguntarle cosas a sus papás y a sus hermanos y eso se hubiera convertido en una especie de epidemia del sueño.
Un día le dijo a su amigo que soñaba con él, que lo veía todas las noches en su habitación y que hablaba y hablaba y no la dejaba dormir. También le contó que su terapeuta era incapaz de solucionar el problema. El concluyó que tenía la mitad de la responsabilidad en ese sueño que quitaba el sueño. Juntos idearon un plan que puso fin, de manera parcial, a esas noches de monólogo. El prometió que haría el esfuerzo de soñar que estaba en la habitación de ella y que permanecía callado.
El resultado había llegado esa misma noche, ella durmió sus ochos horas de un tirón, pero a cambio él durmió mal por el esfuerzo de permanecer callado. Al día siguiente llegaron a un acuerdo que solucionó parcialmente el problema, establecieron un calendario, riguroso y equilibrado, para que uno durmiera mientras el otro soñaba.