La mundialización promovida por el capital es evidente y avasallante. Pero la mundialización de la conciencia popular, que es esencial para la construcción de alternativas a la forma en que avanza la veloz destrucción de conquistas históricas de civilización, de identidades, culturas y modos de vida, marcha en cambio con enorme retraso. La conciencia marcha a la zaga de la existencia y se aferra como lapa al pasado, que se obstina en no abandonar y en presentar incluso como futuro.
Por supuesto, hay bases materiales que explican en parte este desfase en los ritmos de una y de otra. Como escribe Rossana Rossanda, el obrero abstracto no existe sino que hay que lidiar con obreros concretos (peones, calificados, de los países pobres, de los industrializados, de diversos oficios, con intereses y visiones del mundo diferentes) y, además, es difícil encontrar un denominador común entre una lucha pacifista, otra feminista, otra ecologista, la reformista social, la revolucionaria o, mejor dicho, entre los movimientos en los que dicha lucha se concreta pues éstos son muchas veces contradictorios entre sí y, en todo caso, no pueden ser reducidos a una motivación común, salvo la protesta contra los efectos, en todos los ámbitos, del ``pensamiento único'' del capital financiero internacional.
Pero creo que esa dificultad ha existido siempre, con el agravante, para el pasado, de que los desconocimientos mutuos y las distancias hacían mucho más difícil, incluso hasta los años setenta, el reconocimiento propio en la otredad. Si bien el sector de los trabajadores se ha diferenciado e incluso fragmentado en infinidad de categorías y han desaparecido los obreros que comían, pensaban y vivían igual en sus propios barrios claramente diferenciados de los de los ricos y de aquéllos de la clase media, al mismo tiempo el capital ha unificado al mundo, tiende a homogeneizar como nunca hábitos alimenticios, culturas, valores, aplasta simultáneamente a los sectores precapitalistas de todo tipo (comunidades, tribus, bolsones de solidaridad familiar) y los pequeños o medianos privilegios de quienes están integrados en el mercado (rebajando y descalificando los saberes de técnicos, profesionales, intelectuales, sometiendo todo, desde el arte a la investigación, a sus propias exigencias). También, y como nunca en la historia humana, es posible comunicarse en tiempo real con cualquier parte del planeta y vivir como propia, en la pantalla, una tragedia ajena, como lo demuestra el eco del zapatismo chiapaneco, ese fenómeno nacido entre los más pobres de un rincón pobre de un país pobre, que en otros tiempos quizás habría sido ignorado por la mayoría.
No exageremos pues las dificultades y las distancias culturales, por grandes que sean, y veamos más bien las tendencias, los procesos y los elementos que llevan a una posible unificación (o mundialización) de los diversos, en una real unidad en la diversidad.
Esos elementos son, fundamentalmente, la resistencia ante el avance de la miseria y de la desocupación (que no reconoce los límites entre las diferentes categorías de trabajadores, incluyendo los de cuello blanco), ante el progreso de la inseguridad respecto al futuro y de la inseguridad tout court, física, debido a las continuas restricciones de los espacios democráticos y a la identificación entre urbanización, concentración de la riqueza y aumento de la delincuencia y, también la protesta contra el terrible empeoramiento de la calidad de la vida (contaminación del aire y por el aumento de los decibeles, envenenamiento del agua y de los alimentos, peligros ecológicos, pérdidas culturales). Hay, sobre todo, una conciencia naciente de que estamos en un fin de régimen y de civilización y acercándonos a una terrible catástrofe ecológica y social que la concentración del poder en pocas manos y la orientación de todo exclusivamente por el lucro de pocos hace probable y visible a los ojos de centenares de millones de personas. No sólo se ha perdido la confianza ciega en el futuro y el progreso sino que ha desaparecido, con ella, la legitimidad de quienes dominan y hay una ruptura cultural masiva con los valores del pasado (por ahora llenada por antivalores y expedientes evasivos, como la droga o las artes efímeras que drogan, pero que podría provocar una ruptura positiva).
Ha llegado, por consiguiente, el momento ``de Boabdil'' y no es posible ponerse a llorar por la civilización que se esfuma sino que es indispensable pensar en las alternativas, sopesar las virtudes respectivas de las recetas que se nos proponen para la resistencia, utilizar la imaginación creativa y la fuerza de la voluntad para abrir la vía hacia un futuro mejor.