La arqueología nos ha permitido conocer la inmensa riqueza de nuestro pasado prehispánico, tanto en las construcciones como en esculturas y objetos de piedra, metales y barro. Estos últimos los podemos apreciar en los museos y en casa de algún particular con suerte, pero en pocas ocasiones se pueden ver en el contexto en que fueron encontrados. Ahora se da la enorme fortuna de poderse maravillar con las horriblemente bellas esculturas de Mictlantecuhtli, el temible dios del Mictlán --el mundo de los muertos--, en una instalación especial que reproduce la entrada a la Casa de las Aguilas, importante recinto sagrado recientemente descubierto a un costado del Templo Mayor, prácticamente debajo de la calle Justo Sierra.
Es impresionante ingresar por un oscuro pasadizo con aroma de copal, escuchando la música fúnebre de nuestros antepasados, acompañada por llantos y gemidos de las víctimas de los sacrificios, para encontrarse con dos enormes braceros bellamente adornados, una serpiente enroscada de gran tamaño, custodiando la entrada que flanquean dos banquetas de piedra finamente labradas, con restos de pintura roja, y encima de cada una los dos enormes dioses con sus grandes cabezas llenas de agujeros, en donde solían tener pelo humano, el costillar del cual sale un enorme hígado, los brazos en posición de atacar, coronados por inmensas manos con garras y en el rostro una amplia sonrisa descarnada.
El fascinante hallazgo lo efectuó el arqueólogo Leonardo López Luján, bajo la sabia dirección de Eduardo Matos, director del Templo Mayor; la restauración de las piezas --que es notable-- la efectúo Vida Mercado. Es muy interesante conocer que ese hermoso lugar y sus esculturas, a fines del siglo XV fue cuidadosamente cubierto con arcilla finísima y grandes piedras, tras una ceremonia de clausura en la que fueron bañadas con sangre humana, restos de la cual aún se conservaban al momento de su hallazgo.
Esto se hizo para construir encima un nuevo edificio, que fue agrandado un par de veces más antes de la llegada de los españoles; el último fue el que los conquistadores destruyeron para edificar el primer convento franciscano. Milagrosamente, los cimientos de dicha construcción se detuvieron a escasos cinco centímetros por encima de los Mictlantecuchtlis, al igual que los que se hicieron durante el virreinato. En esta centuria nuevamente estuvieron en gran riesgo, cuando la Compañía de Luz y Fuerza instaló un transformador eléctrico a menos de un metro de una de las esculturas.
Así sobrevivieron cinco siglos, hasta que en 1994, como parte de los trabajos de la quinta Temporada de Campo del Proyecto Templo Mayor, salieron a la luz y fueron rescatados con amor y cuidado minucioso, pues algunas partes estaban rotas en mil pedazos, tanto por la baja temperatura a la cual fueron cocidas las piezas, como por el alto nivel de humedad del subsuelo. A ello se sumaron las altas presiones que ocasionaba el peso de los edificios construidos encima, y la vibración de los vehículos que transitaban diariamente por la calle de Justo Sierra.
Ahora, cuatro años más tarde, podemos apreciar el impresionante conjunto tal y como lo vieron nuestros antepasados aztecas, a unos pasos de su ubicación original, en el mismo contexto y con la impactante ambientación. Definitivamente esta muestra debe permanecer como está y no integrar las piezas a las salas, lo que han planeado hacer en el mes de marzo, ya que perdería el enorme valor que ofrece verlo como estaba en su origen; sólo así se pueden entender las palabras de aquéllos tiempos:
¿En dónde está el camino para bajar al reino de los muertos, a dónde están los que ya no tienen cuerpo?
¿Hay vida aún allá, en esa región en que de algún modo se existe?
¿Tienen aún conciencia nuestros corazones?...
Para pensar en ello, un buen lugar es el restaurante Cícero-Centenario, en la calle de República de Cuba 79, hermosa casona decimonónica decorada al estilo de la época, con algunas buenas antigüedades. El servicio es de calidad, al igual que la comida mexicana; entre otras ricuras siempre tienen gusanos de maguey y, cosa rarísima, ¡mezcal!, lo mejor para reflexionar sobre el Mictlán.