Como ex abstemia celebro el vino. Igual que La Rochefoucauld, pienso que quien viva sin algún tipo de locura o insensatez no es tan sabio como cree serlo. Si el vino no tuviera ninguna virtud, si no destensara, si no animara, si no alegrara, no existiría desde hace más de 3 mil años. Tomado en la medida justa, alivia. Cada quien debe saber cuál es su propia medida justa, y qué riesgos corre de olvidarlo. Cada quien debe saber si prefiere el tinto o el blanco, dulce o seco. Todo vino está hecho de uvas para vino (vitis vinifera) negras o blancas, o mezcla de las dos. La cáscara colora durante la fermentación. En el vino seco, el azúcar se consume durante la fermentación. Todos y cualquier clima son propicios para tomar vino, y las razones u ocasiones más adecuadas para tomarlo son cinco, según opinión atribuible tanto a Pére Sirmond (siglo XVI) como a Henry Aldrich (XVIII): la visita de un amigo, tener sed en el momento, temer sentir sed en el futuro, aprovechar la calidad del vino o, por último, cualquier otra razón.
Por mi parte, dejé de tomar vino blanco cuando advertí que las copas supuestamente adecuadas para tomarlo son de menor capacidad que las asignadas, igual de arbitrariamente, para tomar tinto. También porque averigüé tarde que el blanco no tiene que tomarse frío.
Tomaba vino en una comida a la que había sido invitada entre otros amigos, y me entretenía sola pensando que entre la definición rotunda de Ramón Gómez de la Serna, en el sentido de que ``lo melifluo no es arte'', y la más compleja, de Susan Sontag, que borda alrededor de lo cursi como un gusto o una sensibilidad, en diferenciación de una idea cuya esencia es la inclinación hacia lo no natural, lo artificioso y lo exagerado, cuando, a modo de aglutinador y ejemplificante de esas reflexiones, se incorporó a la reunión un poeta que tuve ocasión de observar.
Nunca lo había leído, pero me constaba que sus libros eran un producto comercial de éxito evidente. Por su aspecto, me pareció una persona exagerada. No estaba bien vestido sino demasiado bien vestido. Es decir, a su atuendo general le sobraba elegancia. Lo mismo pensé de sus actitudes y sus gestos: les sobraba fineza. Su modo de hablar y su vocabulario resultaban sin duda afectados: la delicadeza con que se expresaba era ridícula, por falsa. Parecía tener gracia, pero era sólo aparente. Al cruzar la pierna se cuidaba de no arrugar la raya del pantalón. (Después, cuando hojeé sus libros, comprobé que los poemas eran calca del poeta: cursis; es decir, de mal gusto, recargados, vulgares: carentes de distinción). Como el platillo principal era pescado, el poeta exigió vino blanco. Se lo sirvieron, pero lo regresó: no estaba lo suficientemente frío. ¿Ignoraba, además, que asignar el blanco a la comida de mar, y el tinto a la de caza era un arbitrariedad? Era obvio que no sabía que exigir, aun con buenos modales, hace de éstos una farsa.
Uno de los temas de conversación que se barajaron sobre el mantel fue el de la enseñanza literaria. Para mí, aparte de los libros y la vida, sólo puede haber dos tipos de instructores o enseñantes de literatura: los profesores, que son lectores pero no creadores, y los maestros, que son lectores y también creadores. Y sólo puede haber un espíritu en la educación literaria: la generosidad, o transmitir todo lo que uno sabe. Tan difícil de encontrar es un buen profesor como un buen maestro; quizá porque para que ellos florezcan como tales resulta igualmente imprescindible que se dé el buen alumno y el buen discípulo. Resumo en dos frases uno de los consejos más sabios que he recibido de un maestro y amigo: conocer toda la mejor literatura para saber qué hacer, y conocer parte de la peor literatura para saber qué no hacer.
Otra particularidad que debe caracterizar al buen profesor, y sobre todo al buen maestro, es la de conseguir -no sé cómo- que ellos encuentren su propia identidad y su propia voz. Es decir, no malograr su originalidad.
Tomaba una segunda copa cuando oí que el tema de conversación había pasado a ser el de la diferencia entre el hombre y la mujer. Había tomado suficiente vino para tener claro cuál era mi opinión al respecto; pero no el suficiente como para atreverme a expresarla. El poeta, que no había dejado de beber, por otra parte, tampoco soltaba la palabra.
La más bella definición con que yo me he topado en relación con la diferencia entre el hombre y la mujer consiste en una fotografía. Muestra a dos bebés, uno al lado del otro, de pie, tambaleantes sobre el colchón de una cuna. Desnudos excepto por los pañales, ambos están abriendo la cintura de éstos, y mientras él ve hacia el interior de los de ella y viceversa, el texto dice: ``Hay una diferencia''.