En mi vida profesional he tenido ocasión de conocer y valorar a una larga serie de destacados empresarios privados generalmente dominados por una alta codicia, en ocasiones combinada con una notable pericia, con un gran orgullo de productores de espíritu artístico o al menos artesanal, o bien con una aspiración a mejorías técnicas, pero casi todos enseñoreados por la ilusión de producir mercancías cuya venta, en grandes cantidades y a precios muy crecidos, les proporcionaban utilidades cuantiosas y, en opinión de ellos mismos, muy merecidas.
Entre los directores de empresa que tuve oportunidad de conocer hubo una notable excepción, alguien que jamás motivó sus decisiones por propósitos de lucro, no calificó los productos que elaboraba como mercancías destinadas a convertirse en fuentes de lucro sino, por el contrario, pensaba en los bienes que producía como mecanismo de cultura, como medio de conocimiento para los adquirientes y para los lectores. Ese humano extraordinario fue don Arnaldo Orfila Reynal, a quien muchos comentaristas han identificado como el decano de los editores de nuestra lengua o como el modelo de ellos.
Sin duda, don Arnaldo fue un dignísimo modelo de los que se dedican a la noble tarea de editar, pero la sensibilidad, la ética y la línea ideológica de ese empresario lo colocan como un caso extraordinario.
Don Arnaldo tuvo siempre una primera preocupación: la calidad intelectual de las obras que editaba. Una segunda preocupación era el alcance social y político de las obras para la sociedad en la que vivimos, y una tercera fue que, además de su calidad y su orientación, debía buscarse un costo de los libros que permitiera una amplia difusión. Era, en eso, un populista de la cultura. Contra la motivación interesada de los empresarios prototípicos, el doctor Orfila no buscaba un costo reducido para incrementar las ganancias de la empresa editora, sino un medio para ampliar las posibilidades de difusión de las ideas contenidas en los libros.
Muchas veces me tocó presenciar las discusiones entre don Arnaldo y sus asesores administrativos, en las cuales éstos, contra el disgusto de aquél, mantenían la necesidad de recalcular al alza el costo de algunos libros, alegando el incremento del papel o el del trabajo de impresión o de encuadernación. Cuando la discusión se acaloraba, se hablaba de la necesidad de incrementar el precio de venta o de catálogo; don Arnaldo Orfila repetía que la función de una editorial no era la de amasar utilidades, sino la de difundir ideas, principios y conceptos. Generalmente esas discusiones terminaban con el triunfo, sólo parcial, del doctor, quien lograba que los precios de los libros no subieran tanto como los costos, reduciendo consecuentemente las utilidades que los financieros de la empresa aspiraban a lograr.
De esa manera, el doctor Orfila, como empresario capaz que era, procuraba mantener los costos de producción en el nivel más bajo posible, pero no buscaba con ello aumentar los provechos mercantiles de la empresa editorial, sino reducir el precio de venta al público para una mayor difusión.
Siempre aducía don Arnaldo que la finalidad de un editor era lanzar al público libros buenos y baratos, no producir mercancías de alto precio para ganar cuantiosas utilidades mercantiles.
Ahora que he vuelto a recordar a don Arnoldo Orfila pienso que, además de su gran mérito como editor de obras fundamentales, y de haber mantenido una posición invariablemente rectilínea, tiene el mérito excepcional de siempre haber mantenido que la función de producir y abastecer las necesidades auténticas de la sociedad, materiales o culturales, no se identifica con el apetito voraz de lucro de los grandes empresarios mercantiles que tipifican a esta etapa globalizadora del capitalismo en plena decadencia moral.
El caso de Orfila Reynal es un ejemplo excepcional de calidad intelectual y moral en nuestro medio, dominado por la economía de lucro y la ética de la explotación, lista para convertir en mercancías lo mismo un libro, que la leche o una medicina infantil, que un certificado agrario entregado por Zedillo, una credencial electoral o un paquete de mariguana, una concesión para explotar comercialmente servicios públicos o hasta un nombramiento para algún puesto público ``adecuadamente'' retribuido, protegido e investido de impunidad.
La figura de don Arnaldo Orfila Reynal es la de uno de los pocos que, pudiendo haberlo hecho, jamás claudicó ni se entregó a la ética del neoliberalismo que hoy prevalece.