La Jornada 18 de enero de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Una luz en la ventana

A la memoria de don Arnoldo Orfila Reynal

Miré el tablero. La aguja del combustible estaba en el extremo de la reserva. Sentí rabia de comprobar una vez más cómo ejercen su dictadura las pequeñas cosas de la vida: no importa cuán enfermos, deprimidos o eufóricos estemos, de todas formas hay que pagar las cuentas, comer, ir al baño, asearse. La última noche en que Mario y yo salimos, mi urgencia de complacerlo -``Llévame adonde haya mucha gente, no te detengas''- quedó anulada frente a la exigencia de mi automóvil. Furiosa, me detuve en la gasolinera.

Sentí una animadversión incontrolable hacia el empleado. Le entregué las llaves y sin mirarlo le dije: ``Cuarenta y cinco pesos, por favor''. Mario se inclinó sobre mi y estiró el cuello lo suficiente para que el despachador lo viera: ``Llénalo''; luego me acarició la mano y justificó su intromisión: ``No te preocupes, es cosa de un minuto; además así luego no tendrás problemas''. Sonreímos.

El gesto era una alusión indirecta a una tarde en que llegué a su oficina con una hora de retraso, precisamente porque a mitad del Periférico me había quedado sin gasolina. Mario me recibió furioso: ``Sabes que si hay algo que no soporto es perder el tiempo como un imbécil''. Recordar que por mi culpa había despilfarrado una hora de su vida me hizo un nudo en la garganta.

A punto de llorar, bendije al billetero que se acercó a la ventanilla para ofrecernos el número de la suerte: ``Andele, güerita, anímese. Si se la saca va a poder darse todos sus gustos y ya ni trabajará''. La frase me estremeció. Mario y yo habíamos estado hablando del tema por la mañana y me había hecho jurarle que no abandonaría mi proyecto de trabajo cuando él ya no pudiera compartirlo conmigo. Le reproché su pesimismo, le recordé su promesa de batallar contra la enfermedad hasta el último minuto. Mario me abrazó y me dijo al oído: ``Este es el último minuto, lo sabes''.

Pasamos la tarde en la cama, intentando convencernos de que era igual a otras, aunque los dos sabíamos que todo era distinto: la posición de nuestros cuerpos, los largos silencios, la fatiga de mi esposo, mi ropa. Mario no me había pedido que me desnudara, como otras veces, sólo para mirarme. Unicamente se aferró a mi mano. Pude sentir su piel delgadísima, ardiendo otra vez.

Desde que Mario me suplicó que lo sacara del hospital, la fiebre era el indicador más importante en nuestra vida. El termómetro acabó por convertirse en un utensilio doméstico de uso tan frecuente como la cafetera, los vasos, los cubiertos. La única diferencia radicaba en que todo dependía de una pequeña señal: el azogue subiendo o bajando por el tubito de vidrio.

Cada noche, mientras mi esposo dormía, le reportaba al doctor Carranza los grados de temperatura o la frecuencia de los dolores, siempre más agudos, que torturaban a Mario sin que pudiéramos hacer nada para evitárselos. El médico y yo sabíamos que después de eso estaba el fin. Mientras llegara, cada uno de nosotros tenía que enfrentar la impotencia y cumplir con su tarea: la de él era escucharme, hacerme pequeñas recomendaciones, darme fuerzas; la mía, conservar el ritmo natural de la vida doméstica, aunque viera cada vez más precisa la sombra de la muerte.

II

Una vez que Mario estaba tomándose la temperatura, el termómetro se le cayó. Corrí a levantar los pedacitos de vidrio cuando él me preguntó si veía las gotas de azogue en el piso. Me costó muchísimo trabajo localizarlas y reunirlas con dos papeles convertidos en cucharillas. Al ver la gota inasible y brillante, Mario me habló de su mejor amigo de la infancia: ``Se llamaba Rodolfo. Tenía un lunar rojo que le abarcaba la frente. Se lo operaron. Dejó de ir a la escuela. En las tardes iba a visitarlo. Así lo ponía al corriente de las clases y lo acompañaba mientras su mamá se iba a trabajar de mesera. Una vez, por accidente, rompimos el termómetro. Fue lo mejor que pudo sucedernos porque descubrimos qué divertido era jugar con el azogue''.

Así me enteré de la existencia de Rodolfo. Lo mismo sucedió con otras personas conocidas por él antes de nuestro matrimonio. Muchas veces, cuando Mario salía de uno de sus accesos de dolor o de fiebre, me contaba de prisa anécdotas relacionadas con seres a los que nunca antes había mencionado. Ahora comprendo que a través de aquellos relatos mi esposo quiso entregarme toda su vida anterior como para compensarme por lo que tendríamos juntos.

Algo similar ocurrió con la ciudad. Conforme Mario se fue agravando y se prolongaron los periodos de inmovilización y encierro, Mario me reveló todos los rincones importantes en su vida. Recordarlos le provocaba avidez, urgencia de vivir realmente la ciudad. Ese fue el origen de nuestras excursiones por barrios y colonias. Los últimos recorridos se volvieron auténticas escapatorias de la muerte.

A medianoche o al amanecer me pedía que lo llevara a tal o cual parte o simplemente a recorrer las calles en desorden. Jamás me detuve a pensar en los riesgos; nada más aceptaba vivir una experiencia que era mucho más que un paseo: una aventura a través del tiempo.

Aquellas salidas sin itinerario fijo y a deshora me permitieron retroceder con Mario hasta el figón donde, durante su etapa preparatoria, se refugiaba en horas de clase para escuchar en la rockola una misma canción, mientras llenaba las libretas con dibujos que luego destruía; me llevaron hasta la esquina donde encontró a la prostituta que satisfizo sus deseos y curiosidades de adolescente; me condujeron hasta la casa donde Mario vivió de niño y de la que no hallamos sino el portón.

La noche en que dimos el último paseo, Mario me pidió que lo llevara a las calles de Guatemala. Allí me mostró un viejo edificio de tres pisos. Apenas logré oírlo cuando me dijo: ``Era azul. En el departamento de arriba vivía Rosario. Fue mi primera novia. Todas las noches caminábamos desde San Carlos hasta aquí. El momento de la separación era horrible, y sólo me consolaba ver la luz que encendía junto a la ventana como para decirme: seguimos juntos, nos veremos mañana. Ese detalle me daba fuerzas para regresar solo a mi vida, aun después de que sus padres se la llevaron a San Luis Potosí''.

En aquel momento no entendí la razón de que Mario me revelara una historia de amor que hasta entonces había ignorado. No sé si lo que provocó mi disgusto fueron los celos, en todo caso me pareció injusto que Mario utilizara minutos de nuestra vida en hablarme de Rosario. Ahora entiendo que el propósito de su confidencia se relacionaba menos con su pasado que con mi futuro: puedo seguir viviendo en esta ciudad, sin él, porque en cada uno de nuestros recorridos fue dejándome luces encendidas. En cada uno de los lugares que visitamos hay algo que me dice: Seguimos juntos.

En cuanto a Rosario, desde que supe de su existencia he pensado muchas veces en ella. Me pregunto si aún vive en San Luis, cómo será -mi esposo no me la describió-, si está casada, si guarda en su memoria el recuerdo de Mario, si vio la esquela en el periódico. Si así fue, tal vez haya hecho lo que yo cuando llegué del cementerio y me quedé sola en mi casa: encendí una lámpara que desde entonces tengo junto a la ventana.