La Jornada Semanal, 18 de enero de 1998
Juan Arturo Brennan, crítico de cabecera de la revista Pauta y divulgador de la música en todos sus formatos, se ocupa de un aspecto poco conocido de uno de los principales autores del idioma: la tensa relación entre el melómano Mutis y el melófobo Maqroll. A continuación, un dueto sonoro en el que el autor de La nieve del almirante lleva la primera voz y confiesa sus desvelos para tratar de que su protagonista comparta sus pasiones musicales.
En su ámbito cotidiano, habitado por cantidades semejantes y generosas de gatos y libros, me encuentro con Álvaro Mutis con la intención de hacerlo hablar de música. La empresa no es difícil, pero a lo largo de la conversación surgen también los mares y sus fronteras, los viajes, algunos secretos del oficio de escribir y la figura persistente del inefable gaviero Maqroll.
¿Cómo es que un poeta y narrador que crea personajes que se mueven en paisajes tan marinos, tropicales y selváticos, se ha vuelto un profundo admirador de una música tan etérea, espiritual y poco tropical como la de Arvo Pärt?
-Para llegar a Arvo Pärt he pasado por otras aficiones musicales desde hace mucho tiempo. Me interesa mucho la música de la liturgia ortodoxa rusa y de la liturgia ortodoxa griega. Pero vale la pena que otro melómano sepa cómo llegué a conocer la música de Arvo Pärt. Tengo un amigo que se llama John Alexander Coleman, que fue profesor en la Universidad de Nueva York, que es un melómano, como se diría en francés, enragé, enfurecido. Él no resiste llamarme y decirme que en tal sitio encontró tal o cual disco, e incluso me los manda. Me mandó los dos primeros discos con música de Arvo Pärt y me gustaron inmensamente. A eso quiero agregar algo que me dijo otro melómano, Rafael Tovar: que las amistades que se crean a través de la música son las más transparentes, las más absolutamente tranquilas y desinteresadas, porque hay un ámbito en la música que no permite ningún roce.
-Otro compositor favorito suyo es György Ligeti. Más que místico, el suyo es un ascetismo cerebral, interiorizado de modo distinto al de Pärt. ¿Cómo ha sido su acercamiento a Ligeti?
-La música de Ligeti me produce una fascinación extraordinaria precisamente por eso. Lo que voy a decir es una obviedad, no debería decirlo: porque es sólo música. Ligeti no está contándonos ningún cuento distinto que esta serie de sonidos muy bellamente encadenados y presentados, y jamás le he sentido ningún otro deseo distinto que el de hacer música, y eso me produce una fascinación gratísima.
-¿Quiere esto decir que usted prefiere la música abstracta a la que es programática o descriptiva?
-No lo podría decir, porque cada día estoy más cerca de Bach, y cada día Bach me dice más. He conseguido, por ejemplo, buena parte de las cantatas grabadas por Richter, y le puedo decir que hace meses que casi no oigo otra cosa. Las Variaciones Goldberg también me dejaron absolutamente deslumbrado. Es decir, estoy cambiando, estoy cambiando y no, porque uno nunca sale de la música. Ligeti o Bach, finalmente, representan para mí un ámbito de orden sagrado, porque para mí la música es el arte supremo. El pintor necesita de los colores, del lienzo, y los pobres escritores estamos sujetos a algo que es todavía mucho peor: las palabras, las palabras que usamos todos los días para todo. El músico no. El sonido que produce un músico acaba de nacer, esto es una maravilla, un milagro.
-Si tuviera la posibilidad de llevarse un aparato de sonido con audífonos a sus inverosímiles viajes, ¿qué música escucharía Maqroll el gaviero?
-Yo no creo que Maqroll sea melómano, ni que le interese mucho la música. En las siete novelas donde aparece, no me ha dado la oportunidad de hacerle oír alguna cosa. Por ejemplo, si Maqroll va a Estambul, ¿qué le cuesta pasar por Atenas y oír una misa griega, o desviarse hacia donde se canta la liturgia armenia, que es una maravilla, o los cantos de las sinagogas, que son de una belleza extraordinaria? Yo creo que Maqroll no tiene una gran afición musical, no tiene oído para la música. No me lo imagino. Esa imagen que usted me propone, no la puedo imaginar yo. Ahora... ya que ha aparecido en mi poesía desde 1947 y luego en siete novelas, ya sería hora de que este bandido quisiera darme gusto oyendo alguna cosa: un cuarteto de Brahms o un quinteto de Schubert.
-No me parece que esa sea música adecuada al temperamento de Maqroll.
-¿Sibelius? No se le dio la gana oír a Sibelius cuando estuvo en Helsinki.
-Quizá su inventor podría conminar a Maqroll a que escuchara la música de los lugares que visita...
-Lo que me gusta de la idea es que él oyera la música y se convirtiera en un melómano como nosotros. Pero entonces, ¿qué novelas escribo? Es imposible ya.
-Quizá Maqroll podría cambiar de oficio... volverse un músico itinerante en el Medio Oriente...
-Vamos a verlo... vamos a verlo.
-A propósito de oficios alternativos: ¿por qué no fue usted marinero?
-No fui marinero porque... le voy a contar. Desde muy niño tuve la oportunidad de viajar por mar cuando mi padre era diplomático en Bruselas, y aquello era un tiempo que me regalaba Dios, un tiempo maravilloso. El tiempo en el barco era la gran vacación y quise ser marinero, y muy pronto me enteré de que para ser marinero, buen marinero, capitán o piloto, hay que saber matemáticas, y resulta que soy absolutamente negado para una simple suma. De esto se encargó un pariente de mi padre que conocía el oficio de la marina y me dijo: ``Álvaro, no vayas a intentar eso, porque la cantidad de trigonometría y geometría que vas a tener que engullir, no la vas a aguantar. Ya conozco tus calificaciones y son un desastre.''
-Entonces, ese amor a la marinería más natural e intuitiva, menos técnica, se refleja en personajes como Abdul Bashur, Jon Iturri, el propio Maqroll, que son una especie de marineros abstractos...
-Sí, eso está muy bien, eso son. Abdul desciende de una familia de armadores y está metido en el negocio. Maqroll por su parte le entra a lo que sea. Sospecho que Maqroll debe decir que sabe manejar la brújula y otros aparatos, pero yo creo que es un chambonazo. Sin embargo, a los tres les gusta el mar.
-He notado que en sus novelas, llenas de mar, pocas cosas importantes, que nos sacuden como lectores, ocurren en alta mar. Creo que tanto Maqroll como Abdul y Jon Iturri, junto con sus cómplices y asociados y su inventor, están enamorados no del mar abstracto y lejano que es la alta mar, sino de lo que yo llamaría las fronteras cercanas del mar: muelles, puertos, deltas, dársenas, astilleros...
-Eso es tan cierto como lo que le voy a contar. Yo me prometí en las siete novelas que ya escribí y ya he publicado, y lo cumpliré en las que si la suerte me ayuda seguiré escribiendo, mencionar el puerto ideal, que para mí es Amberes, que conocí de niño y que conocí de mayor y que recorrí minuciosamene en un homenaje que me hizo la televisión belga hace unos años. El recorrer el puerto de Amberes, sus muelles, la desembocadura del río Escalda y todo ese ir y venir en las cercanías de los puertos, es lo que me fascina. La alta mar no me da miedo, pero me impone mucho, y siempre la confundo con una cierta idea de Dios, que es una fuerza absoluta con la que yo no puedo hacer nada sino mirarla y esperar que no me desaparezca; eso no me hace ninguna gracia. Pero en el barco, cuando me dicen ``Mañana llegamos a Curazao'', o `` Mañana llegamos a Hamburgo'', y empiezo a acercarme, a ver más barcos que salen y entran, y los remolcadores y todo ese tráfico de los puertos, eso es lo que a mí me fascina. Escribí un poema largo sobre el Mississippi, sobre la vida en el Mississippi debida a los barcos que suben y bajan, y a esa energía maravillosa.
-De hecho, uno de esos marineros abstractos de una de sus novelas menciona específicamente que Amberes es el puerto en el que el tráfico de barcos es más elegante y fluido. Ahora, una analogía, quizá más dicotomía. Según cómo se le vea, ese mar puede ser para algunos el espacio más abierto e inacabable, y para otros (quizá para quienes el mar nos aterroriza) pude ser lo más conducente a la claustrofobia. Respecto al manejo que hace usted de este y otros espacios en sus novelas, algún crítico ha querido hallar una analogía con la idea de Fourier sobre los falansterios, estas comunidades cerradas que funcionan de modo tan hermético que en el momento en que se introduce en ellos un elemento ajeno, surge el caos.
-Es cierto, totalmente cierto. Esto es un recuerdo de una vivencia que tuve en la niñez. De las primeras cosas que me enseñó el mar siendo niño, es que ahí tú eres tú, ahí no hay historias. No te vayas a contar historias sobre las posibilidades de la imaginación, o vencer a los demás, o ser mejor que los otros, o ir más lejos que aquellos, ni nada por el estilo. Esto me unió mucho a los hombres de mar, porque descubrí que ellos pensaban lo mismo sin darse cuenta. Los marineros y maquinistas con quienes conversaba me hicieron saber que no hay tiempo; el mar exige una entrega absoluta. No hay truco, no hay los trucos de tierra. Yo no me imagino, por ejemplo, a un político entregado al mar. Ahí hay que ser de una claridad tal con uno mismo y con los demás, que no es algo que se pueda esperar de un político.
-Sus descripciones de estas fronteras del mar son muy vívidas y realistas, desde la península de Helsinki donde se puede ver San Petersburgo, hasta el agobiante delta del Amacuro. ¿De verdad conoce usted tan a fondo todos esos sitios, de verdad ha viajado tanto?
-No. Por ejemplo, no conozco Helsinki, pero quiero conocerla. En primer lugar porque me interesa mucho la música de Sibelius y el tipo de interpretaciones que de ella hacen las orquestas y los directores de Finlandia. Creo que hasta no oír, uno no podrá decir que en verdad conoce a Sibelius. En lo que se refiere al Amacuro, al Mar del Norte, a una parte del Báltico, eso sí lo conozco. He estado en Hamburgo, en Bremen, en Amsterdam, en Amberes, en Le Havre, en Saint Malo... en fin.
-Muchos viajes petroleros cuando joven...
-Ni tan joven, ya tenía yo más de 30 años. Pero cuando trabajaba en la Standard Oil tuve que viajar mucho en los barcos tanque para arreglar problemas de sindicatos y cosas así. Y debo confesar una cosa: el gerente de la compañía, que era muy amigo mío (de la Esso colombiana), me decía: ``Qué afán, Álvaro, de subirte a un barco. Por qué no tomas un avión. Hay aviones a Curazao, hay aviones a Trinidad, hay aviones a Aruba. Qué necesidad de tomar dos o tres días en cada viaje.'' Y yo le decía que necesitaba conocer los problemas de esa gente y sólo en los barcos lo podía hacer. Además, la fascinación del viaje por el Caribe era muy grande para mí, todavía lo es. No es el mar que yo prefiero. Mi mar preferido es el Mar del Norte, porque la cercanía de los puertos es inmediata. Quizá también en el Caribe, pero en el Caribe hay una especie de monotonía, todo es muy parecido, cosa que no pasa en el Mar del Norte ni en el Cantábrico. Porque el mar tiene rostros muy especiales. Por ejemplo... el mar que rodea a Galicia es interesantísimo, es curiosísimo. Cómo se mete en esas rías, de kilómetros y kilómetros de largo. Ya sé que hay fiordos en Noruega, pero estas rías tienen algo de agrario, como de amor a la tierra, algo muy conmovedor.
-A propósito de amor y asuntos conexos: en sus novelas, las descripciones de olores, colores, texturas y sabores, de lugares y ropajes, son de una gran sensualidad, a pesar de no ser muy extensas. Pero cuando se aproxima a la descripción de los amores de sus personajes, tiende a esquivar los signos externos de tales amores, y las descripciones resultan muy depuradas. Se trate de çngela con La Machiche, o Warda Bashur con Jon Iturri, su erotismo es muy depurado, y es más sensual aquello que lo rodea. ¿Cómo ha llegado a esto?
-Antes que nada, tomo eso como un elogio. Porque lo que trato de hacer, y es lo que más trabajo me cuesta, es que las cosas que describo y las relaciones entre los seres sean lo más táctiles posible. No se me ocurre otra manera de decirlo, y es ahí donde viene un trabajo y una autocrítica que es realmente una tortura. Una novela como Amirbar, por ejemplo, la tuve que escribir cuatro veces, porque no quise nunca que se saliera de esta especie de rigor y al mismo tiempo, de fiesta de los sentidos, y nunca caer en lo que yo llamaría un cierto tropicalismo, que rechazo radicalmente. Por eso me llamó tanto la atención que quienes me dieron el Premio Príncipe de Asturias hayan dicho que me lo dan, entre otras cosas, por el periodismo investigativo (que todavía no sé lo que es, porque nunca he trabajado en un periódico ni he hecho periodismo en mi vida) y por mi aporte al realismo mágico, que creo que es exactamente el polo opuesto de lo que yo escribo. En fin, me estoy defendiendo... Pero me alegra mucho que usted lo vea así, porque es lo que estoy tratando de hacer. Yo no tomo notas antes de escribir. De hecho, escribo en una forma sonámbula, a tal punto que hay veces en que me quedo viendo una página y me pregunto: ``¿Qué es esto? ¿De dónde salió todo esto? ¿Por qué aquí y por qué así?'' Entonces dejo descansar la página y la voy tocando con mucho cuidado, porque siempre me da la sensación de que mucho corregir destruye el texto, aunque al mismo tiempo sé que debo corregirlo.
-Escritura sonámbula igual a automatismo igual a surrealismo... pero en su literatura no hay tal. ¿Cómo concilia esta aparente contradicción?
-No, no es por ahí. Debo reconocer que en mi juventud, a los 17 o 18 años, cuando empecé a escribir los primeros poemas, desde luego era gran lector de ciertos surrealistas. De René Crevel, por ejemplo; de Benjamin Peret. No de Breton ni de Éluard. Hubo un surrealista que sí me marcó mucho, que fue Robert Desnos. Pero todo esto se me fue disolviendo muy rápidamente; sobre todo el dogmatismo de Breton para imponer el surrealismo me pareció ya intolerable. Sí debe haber, sin embargo, un dejar que las cosas vayan sucediendo, pero no en una forma automática, porque sé que no funcionaría. Que vayan fluyendo pero dentro de una norma que yo tengo como una especie de marco en la mente y en los sentimientos, una especie de regla: ``No te pases de ahí pero deja que pasen ciertas cosas, déjalas, no corrijas ahora.'' Por lo general escribo por la mañana y corrijo en la noche, pero sólo lo más evidente, las repeticiones, las cuestiones de rima interna que tanto me interesan. Creo que buena parte de esa sensualidad que usted aprecia en esas páginas está lograda a base de cuidar muchísimo el ritmo de la frase.
-La música de la frase...
-Eso es, la música de la frase. Hay música de la frase en la prosa como la hay en el verso. Eso lo sabemos todos, y basta leerse una página de Proust o de Alfonso Reyes para saber qué clase de oído está funcionando ahí. Hay palabras que uno sabe que no va a usar, palabras que tropiezan, palabras pedregosas. Hay que quitarlas, hay que evitar usarlas.
-Suele ocurrir que el creador que se hace acompañar durante un largo tiempo por una de sus creaciones que le es especialmente cara, ve llegar un momento en el que, a veces por hartazgo, a veces por razones psicoanalíticas insondables, decide terminar con esta relación, y realiza una especie de operación Pigmalión al revés: se desenamora de su criatura. En este contexto, ¿qué futuro le ve a su gaviero levantino Maqroll?
-Ya pasé por eso, mi amigo, ya pasé por eso. Estaba escribiendo una novela llamada Un bel morir, y de repente me vino a la mente la idea del Tramp Steamer, de la aparición del Tramp Steamer, que era lo que yo quería narrar. Suspendí la novela, cosa que es muy peligrosa dentro de mi disciplina, y empecé a escribir La última escala del Tramp Steamer y me dije: ``Aquí no va a aparecer Maqroll. Esta es una novela en la que no quiero a Maqroll y voy a ver si soy capaz de lograrlo.'' Todo iba perfecto. Aparece el Tramp Steamer en varios sitios, aparece el capitán Iturri, y de repente se nos sienta Maqroll en un café de Amsterdam. Y no sabe usted la lucha que tuve que entablar para sacarlo de esa página. Me dije: ``Si no lo saco en esta misma escena, este tipo me agarra la novela y hace con ella lo que se le da la gana.'' Y Maqroll se va de ese almuerzo y no vuelve a aparecer. Pero eso me indicó ya que el gaviero me va a acompañar por largo tiempo. A tal punto que un amigo francés, un escritor, me dijo una cosa que puede ser muy impresionante, pero es cierta. Me dijo: ``Álvaro, no te preocupes de eso, no te preocupes. Maqroll va a morir cuando tú mueras, y se acabó el problema.'' Y eso se complementó con algo que me acaban de decir en Italia, igualmente impresionante y contradictorio. Un crítico italiano me dijo esto en Génova: ``¿Sabes una cosa? Tú vas a ser olvidado, completamente, Maqroll no.'' Y no supe cómo tomarlo, si con alegría o con tristeza. Confieso que después me dio mucho gusto pensar en esa fantasía. Que quede Maqroll y que un día alguien se pregunte: ``Pero, ¿quién fue el que escribió estas cosas de Maqroll? ¿Cómo se llamaba? ¿Era venezolano, o nicaragüense?'' Qué importa: es Maqroll y ya. Y creo que Maqroll nunca me lo va a agradecer, pero bueno...